Buenismo

Yihadismo, nacionalismo, supremacismo, idependentismo, fascismo, populismo... La lista de los -ismos de los que está penetrada nuestra actualidad es larga. Lo que dice mucho tanto de lo convulsa que pueda resultar como de los desafíos que plantea.
Yo he decidido aportar en estas líneas mis reflexiones acerca del concepto de buenismo, que es otro de los -ismos que nos acucian y se me antoja menos denunciado que lo que entiendo merecería.
De entrada, si nos atenemos a una primera consideración formal de la palabra, llama la atención el contrasentido lógico que propone y que nos debería llevar a preguntarnos con extrañeza cómo es posible que lo bueno pueda resultar excesivo. En francés, el término equivalente se traduciría en español por "angelismo". Esta versión me habría parecido más adecuada para nuestra lengua pues, más que señalar un incomprensible exceso de bondad, apunta a un intolerable cinismo en la defensa de posiciones desmedidamente optimistas.
Por lo que a mí respecta, el buenismo es el origen de todas nuestras desgracias. Cada vez que triunfa abre paso al recrudecimiento de los comportamientos que relativiza y, en última instancia, propicia el surgimiento de toda esa retahila de -ismos que he excusado agotar al principio de este artículo.
Es buenista aquél que, fundándose en la bondad innata del ser humano, sólo lo ve capaz de hacer el mal movido por unas perversas circunstancias y en ocasiones tan excepcionales que no merecen que se les oponga una censura o una represión taxativas.
El buenista, por ejemplo, habría considerado La noche de los cristales rotos como un episodio aislado explicable por el odio que un reducido número de alemanes sentían por sus compatriotas judíos. Ante tal acontecimiento, el buenista habría aceptado que la autoridad detuviera a los culpables de los destrozos ocasionados pero la pena que les hubiera impuesto habría muy probablemente consistido en una reconvención, es decir, en una censura verbal seguida de una reconducción de los criminales hacia posiciones más respetuosas del prójimo a través de una demostración oral razonada.
Y es que el buenista rechaza el uso de la violencia como modo de defender una idea o de imponerla. En una reacción de pretendidad y automática empatía para con el descarriado, está también convencido de que el comportamiento de éste difícilmente llegará a peor y mucho menos de que podrá extenderse convirtiéndose en una amenaza para la paz y la felicidad de la sociedad.
El buenista suele ser un individuo con estudios y el porvenir bien resuelto. Desde el altar de su superior condescendencia reparte lecciones de vida a diestro y siniestro porque lo que no desea en modo alguno es que varíe mínimamente la partitura del concierto social en el que tan sabiamente se ha acomodado. Piensa a menudo: "¿y si la identificación de un enemigo general reconfigura el juego de fuerzas y me quedo fuera de juego?"
El buenista escribe libros de autoayuda, se ofrece como mediador en conflictos de otras sociedades, promete lo que no le cuesta dar, opina en medios oficialistas y jamás ha sufrido en sus carnes el problema a propósito del cual se manifiesta.
El buenista maneja un vocabulario ora huero, ora manido. En sus frases predominan los sustantivos de más de tres sílabas. Sus peroratas rara vez concluyen nada sustancial pero ¡le gusta tanto escucharse!
El buenista desaparece de la escena cuando los desastres que ha propiciado son tantos y tales que apenas si queda margen para salvar los muebles.
Al cabo del tiempo, cuando todo ha pasado, el buenista vuelve a escena y pronuncia la frase que nos había reservado para la ocasión o nos invita a que la leamos en su epitafio: "Se veía venir."


Hoy tampoco me ha pasado nada. Veremos mañana. De hecho, parece que, aquí, el único que pueda estar nervioso soy yo: algunos turistas se paran un rato a contemplar el ocaso anaranjado que recorta la silueta del gigantesco monasterio de Santa Clara poco antes de que se mude abruptamente en esa negrumbre que acecha; otros, más avezados, se protegen los ojos de las pavesas mientras que los conimbricenses siguen a lo suyo, que no es precisamente aquello que devora su agro.
Me pongo a escuchar Antena 1 y tengo la suerte de dar con una entrevista de María Flor Pedroso a Jorge Paiva, biólogo, botánico y naturalista de referencia en el país de al lado; toda una institución a sus 83 años. El entrevistado, al que han convocado para reflexionar sobre este acusado episodio de incendios, que el denomina piroverano, apunta sobre sus causas: la supresión de los servicios forestales, la ausencia de un plan de ordenación del territorio no urbano, la deshumanización rural (el especialista prefiere este término al de despoblamiento), el hecho de que el 98% de los bosques portugueses estén en manos privadas, los monocultivos silvícolas (especialmente ignífilos los del eucalipto y el llamado pino bravo), la proliferación de especies invasivas como la acacia, la ausencia de cortafuegos, la no especialización de las fuerzas (bomberos voluntarios y soldados) que combaten los siniestros, la prioridad dada al gasto en medios de combate (aéreos, automóviles) y no a la prevención, la ineficacia de los servicios policiales a la hora de capturar a los pirómanos, la lentitud de la justicia y la vigencia aleatoria de determinadas condiciones climáticas.
De entrada, quisiera llamar la atención sobre cómo, para las gentes que nos ocupan, la lengua española les ha otorgado una palabra optimista, evocadora de un final feliz: refugiados. A fuer de ser escrupulosos, esa condición es la que persiguen todos esos migrantes y la que más se les resiste. De hecho, si son noticia es por toda la peripecia que deben vivir hasta alcanzarla. Atravesando desiertos, siendo víctimas de todo tipo de explotación, embarcándose rumbo a un Eldorado, sufriendo, añorando a todos los que atrás quedaron no son sino seres humanos en busca de un destino que haga que, por fin, sus vidas merezcan la pena.
El reportaje refiere de manera exhaustiva todo aquello que nos puede interesar al respecto: cómo se transforma un lujoso yate de recreo en un barco más apto para los menesteres que le aguardan, las vicisitudes relativas a la obtención de fondos y ayudas dinerarias para lograr dicho propósito, el modus operandi en alta mar, la relación con otras organizaciones e instituciones implicadas en la misma tarea, la actitud que los rescatadores deben aprender a tomar para relacionarse del modo más conveniente y, a la vez, soportable con los fugitivos y las inevitables consideraciones sobre qué es lo que se podría hacer para atajar de una vez por todas esta lacra. Un producto periodístico, a mi modo de ver, de impecable factura.
Los desgraciados han pagado alrededor de dos mil euros por su pasaje. Se los apiña en botes de goma con la gasolina justa para que lleguen al límite de las 15 millas marinas, donde los está esperando una flota de buques de guerra o de paz cuya misión es rescatarlos y enviarlos para los Centros de Acogida de Italia, Alemania o Francia. Allí deberán someterse a una larga espera mientras se evalúa su legítima aspiración a ser considerados merecedores de asilo y, en el supuesto de que este trámite no fructfique (lo que ocurre, inexplicablemente, en el 80% de los casos), resignarse a una repatriación y quién sabe si a un "volver a empezar".