Debería ponerme a planchar

Le damos demasiada importancia a todo
porque
en realidad
nada tiene demasiada importancia.
María trabaja todos los días y yo libro los jueves. Así que vamos apilando la ropa limpia en un cesto que va recorriendo los lugares más insospechados de casa, un cesto itinerante, un cesto-rémora, el recuerdo constante de que no estamos haciendo las cosas como deberíamos. ¿Estamos siendo buenos padres? ¿Estaremos criando correctamente a nuestros hijos? Los pantalones de Martín se amontonan bajo mis calzoncillos y los bodis de Roque. Las mangas de las camisas de María cuelgan a los lados del cesto como si se diesen por vencidas y quisieran saltar al vacío, como si quisiesen abandonar el barco. Es terrible. La Emperatriz infantil está enferma y nadie sabe por qué. Lo que sí sé es que hoy no tengo ganas de ponerme a planchar.
Sería mejor que nos tirásemos en ese prado verde frente al que siempre pasamos
y nunca hemos pisado
a tomar el
sol
mientras todo lo demás va sucediendo.
Cuando mi madre viene a casa trasladamos el cesto-contáiner de la ropa limpia pero sin planchar a la habitación del fondo, a la de Roque, y lo dejamos al lado de su cuna para que ella no lo vea. Procuramos que mi madre no tenga que ir a la habitación de atrás porque sino vería toda esa ropa arrugándose y sería capaz de ponerse a plancharla. Y no queremos eso porque debemos vencer nosotros mismos a nuestros miedos. Mi madre podría planchar toda la ropa del mundo si quisiera. Yo cuando me pongo a planchar soy lentísimo y me deprime verme a mí mismo haciéndolo. Sobre todo porque sé cómo plancha mi madre. Necesitaría nacer de nuevo para poder planchar como ella. Además doblo todo mal y se distinguen perfectamente las piezas que he doblado yo, que parecen sándwiches mal hechos, de las de María, que están perfectamente plegadas. Por si esto fuera poco María y yo tenemos una forma innata de doblar la ropa totalmente antagónica. Nuestra ropa doblada no encaja una con otra y, por algún misterio insondable, parece repelerse una de la otra. Así que los armarios se van convirtiendo en un caos, en un jodido desastre. Por cierto, Roque se quedó sin chaquetas.
H.R. Giger tenía una especie de trenecito de la bruja en su jardín
en el que se montaba
a
veces
con sus gatos.
La ropa de la plancha forma un monstruo gigantesco que en penumbra me traspasa con sus ojos de fuego, amenazantes. Le devuelvo la mirada desde la oscuridad del sofá, con los ojos vidriosos, ojos de ensoñación y derrota, de juventud líquida que se escurre entre los dedos, ojos que ya no son lo que fueron, ojos cada vez más del pasado y cada vez menos del futuro, ojos arrojando llamas al vacío de la noche antes tan larga y ahora tan y tan corta, ojos del color de los cuerpos de los ahogados, de los que han perdido la esperanza. El prójimo no existe, son extraños que pretenden robarte cuando te quedes dormido después de asesinarte. El monstruo de ropa arrugada está expectante, vigila mis movimientos, intuye lo que estoy pensando. Me recuerda cada vez que me intento relajar que sigue ahí, todos esos kilos de ropa que deberían ser planchados, me recuerda que no hay descanso para nadie. Puedes cerrar los ojos, dormirte o beber dos botellas de vino pero al día siguiente el monstruo seguirá exactamente en el mismo lugar. Los cuatrocientos noventa y nueve médicos no saben qué le pasa a la Emperatriz. Hoy no plancho que estoy cansado.
Nos moriremos y no importará demasiado,
ni siquiera le importará demasiado a nuestros seres más queridos
porque nadie
tiene tanta
importancia.
Nuestra secadora está día y noche funcionando, incluso en verano. Al igual que la lavadora. No sé qué procesos secretos llevarán a cabo en las demás casas pero en la nuestra es así, es como una factoría que no para de producir durante las veinticuatro horas. Hay ruido de electrodomésticos constantemente. El centrifugado de la lavadora se entremezcla con el de la secadora y a veces también con el del lavavajillas. Martín no tiene pantalones. En las estanterías voy apilando los jerséis pero llega un momento en que se produce un derrumbe porque los que plancho yo no encajan con los que plancha María. Entonces toda la ropa que estaba planchada y colocada en su sitio se cae. Y a veces, si nos queda algún armario abierto, para rematar la faena Micha se mete en el armario para dormir sobre la ropa limpia dejando sus pelos por toda partes. Debería ponerme a planchar.
Lo malo no es ser un cobarde,
es no saber
que
lo
eres.
Llego a casa por las noches, agotado, pensando en ser un escritor inmortal, pensando en que tendría que sentarme a escribir del tirón mi gran obra, como hicieron antes todos los grandes. Sé que podría hacerlo, sé que debería hacerlo. Noches en vela a cambio de la inmortalidad. Pero en lugar de eso me desplomo en el sofá y dejo que mi cansancio se vaya incrustando en los huesos hasta que la poca ilusión que arrastro se transforma en hastío. Y luego me duermo, no sin antes contemplar por el rabillo del ojo esa enorme montaña de ropa limpia pero arrugada que no se plancha nunca. Esa ingente cantidad de ropa se va expandiendo por mi casa y, poco a poco, voy olvidando. Fantasía está en peligro.
Recorro las avenidas muertas del otoño
y me cago un poco
en vuestras putas madres.
El detergente de lavadora a veces me confundo y lo echo donde está el suavizante. María está obsesionada con el olor de la lavadora porque dice que la ropa sale apestando. Yo la verdad creo que es más bien manía suya pero no tengo valor a decírselo así abiertamente y se lo digo de otras formas. "A lo mejor te da a ti la sensación de que la ropa huele mal y no es cierto" y cosas por el estilo le digo. El otro día fui a comprar al súper detergente de lavadora y me quedé acojonado de lo caro que es. Valía tanto como una botella de whisky. Y María solo quiere esa marca. Y ahora estamos esperando que venga un técnico de lavadoras para que le explique a María por qué la ropa recién lavada huele supuestamente mal, porque a mí me huele bien. Pero me da igual todo porque María es la persona más buena y generosa que conozco.
Dicen que hay nueve multiversos.
No sé si estarán
tan llenos de gilipollas
como este
y si en ellos llego a fin de mes.
El bulto de la ropa limpia arrugada es cada vez más un bulto arrugado y cada vez menos ropa limpia. Es ropa que una vez fue limpia y ahora ya casi puede decirse que está sucia otra vez sin que nos la hayamos puesto. No huele a ropa limpia, huele a una mezcla de detergente, polvo, a comida y a más cosas que no son ropa limpia. Miles de olores sutiles se entremezclan hasta conformar un todo. Huele a gata, a casa vacía, a discusiones por la ropa que se va acumulando, a inviernos largos con castañas, a casa llena de esperanza, a trabajo que nos llevamos a casa, a chipa, a Apiretal, a sofá manchado, a gastroenteritis, a chorizo. Huele al monstruo de la ropa, esa masa informe que hemos ido creando semana tras semana con la esperanza de algún día dichoso, ¡oh, Señor!, poder plancharla. Lo que ocurre es que ese ser que ahora tiene identidad propia va devorando poco a poco sin que nos diésemos cuenta. La nada.
Un buen culo
vence al momento
a toda la literatura universal.
¿Cuánta ropa sin planchar puede coger en este piso? ¿Cuántas montañas de arrugas pueden entrar en nuestro hogar? La Nada se extiende. Es terrible. Ropa desparramada llena de pelos de gata y polvo, llena de desesperanza y frustración, ropa raída que una vez fue nueva, ropa de la rutina incesante, ropa acumulándose sin piedad por las esquinas, colgada del sofá, bajo los cojines. Micha durmiendo sobre el camisón limpio de María. Un trozo de pan duro que Roque dejó en medio de mis calcetines. Calcetines sucios de Martín que se mezclan con mis calcetines limpios. Y a pesar de todo somos felices.
Dicen que hay once o doce
dimensiones paralelas
pero
para ser sincero
me importa una puta mierda.





Martín se olvidó el libro de matemáticas
Los jueves son la esperanza y la luz. El único motivo. La meta de cada día. El hilo de ilusión que queda. La puerta que aún se puede abrir. El olor a café recién hecho por las mañanas. Acariciar tu pelo. Los jueves son todo lo que me queda. Sentarme y relajarme un rato y pensar que, a lo mejor, las cosas podrían cambiar algún día. El brillo en los ojos de Martín, su voz que compensa todos los males. "Eres el mejor papá del mundo" escrito en una pizarra. Eso son los jueves para mí. Pero para que llegue el jueves tienen que pasar los viernes, los sábados, los domingos, los lunes, los martes y los miércoles. Tiene que pasar todo ese infierno y, mientras, la vida se me va escurriendo entre los dedos. Luis Alfredo Garavito en Disneylandia.
Mi vida de mierda hacia ninguna parte. Canallas. Miserables. Nos han engañado a todos. Los gimnasios están llenos de gente que sigue entrenando con mascarilla. Los veo pedalear como imbéciles en sus bicis estáticas mientras conduzco de vuelta a casa. Los cementerios también están llenos de gente, pero estos ya no entrenan y no tienen que llevar mascarilla. Están muertos, tanto como esos que pedalean hacia ninguna parte. Bueno, sí, hacia el cementerio cada día un poco más. Gente toda que se cree tan importante como para que el mundo se tambalee por su pérdida. Gente que se cuida muchísimo y se hace vegana pensando en el bienestar animal. Animales a los que les importamos una puta mierda. Gente tan equivocada pero super en forma. O sea, tía, te lo juro. El mundo seguirá precipitándose hacia el abismo sin que importe ni una puta mierda tu muerte ni la de
No comprendo que haya personas que ignoren que la industria farmacéutica mercadea con la muerte. Siempre ha sido así. Alguna gente se escandaliza porque esas empresas no ceden la patente de la vacuna contra el coronavirus. Alguna gente imbécil. El sufrimiento humano es el negocio más rentable del mundo. Las guerras, el motor del capitalismo. Muerte y destrucción para que podáis subiros vuestras fotos a Instagram poniendo morritos. El infierno está dentro de nosotros. Ted Bundy en tu boda.
os hábitos de mi abuelo. Simplemente tenían como una especie de acuerdo tácito entre ellos y se repartían las tareas. De joven, mi abuelo era capaz de comunicarse con las vacas, que le obedecían de una forma increíble. Montaba follones en las tabernas cuando bebía demasiado y, a veces, mi madre tenía que ir a buscarlo a la taberna. Mi abuela la enviaba a ella a buscarlo porque era la única que tenía el valor suficiente como para meter en vereda a aquél hombre fuerte y estruendoso que maldecía en voz alta. Cago en todos os santos e nos pilares do ceo, solía decir. Mi abuelo enterraba a los gatitos recién nacidos y trataba con cariño a sus cerdos. Discutía con todo el mundo y a menudo se metía en líos pero siempre era el más cariñoso con sus nietos. Sabía qué tiempo iba a hacer con solo mirar hacia arriba y bebía los cubatas directamente preparados en una botella de Cocacola de dos litros que mi abuela le preparaba con toda la buena intención. Solo é ron mais Cocacola, eso non lle fai mal. Ahora mi abuelo es como un niño otra vez. En cierto modo él ya apenas está entre nosotros. A sus 94 años requiere cuidados constantes. Mi madre siempre está a su lado, hablándole y cuidándolo con tanto cariño que hace que de repente aún tenga fe en la Humanidad. Me gustaría poder ser algún día como mi madre, o por lo menos la mitad de cómo es ella. Me gustaría algún día poder sentirme tan querido como mi abuelo. Me gustaría que supieses, mamá, que estoy tan orgulloso de ti que no me atrevo ni a decírtelo.