Ven cuando quieras

Estaba en el coche y recibí una llamada de Alfredo desde el hospital. Hacía tres meses o más que no lo veía. Le habían cortado una pierna. Casi nunca nos llamábamos. Antes de que lo ingresaran tenía un pie gangrenado y andaba en silla de ruedas. Estaba muy desmejorado, con la piel con un tono rojizo y el pelo totalmente blanco. “¿Qué tal, sobrino? ¿Cómo te va? Yo ya voy bastante mejor. A ver cuándo nos vemos. Dile a tu padre que me traiga una de esas tartas de manzana tan ricas. ¿Qué tal están? ¿Y tu hermano? Los niños seguirán tan simpáticos como siempre. Yo con el que alucino es con Martín, cuando te suelta esas parrafadas de adulto. Es una pasada. Pues nada, ven cuando quieras. Menos cuando tengo diálisis pásate en cualquier momento y charlamos un rato”.
Vi al escarabajo tan desesperado por escaparse, tan lleno de vida, que no tuve más remedio que dejarlo marchar. Se coló por una pequeña rendija al lado del inodoro mientras comenzaba a echar la lejía por el suelo. Deseé que pudiera regresar con su familia para continuar con su rutina, con su pequeña gran vida. Y eso que antes ya había matado impunemente a media docena de arañas que formaban sus casa colgantes en el quicio de la puerta. Destruí sus telas sin inmutarme mientras los bichos intentaban escaparse correteando sobre los azulejos. No tuve piedad con las arañas. Pero aquel pequeño escarabajo, con toda esa desesperación, tan gigante en su insignificancia, me tocó la fibra sensible. Aquel bicho esforzándose por mover cada vez más rápido sus patas para huir de mi logró conmoverme. Pensé que su vida de escarabajo tenía bastante más sentido que la de muchas personas que jamás sentirán esa pulsión innata por sobrevivir.
“Ven cuando quieras” fueron las últimas palabras que me dijo. Yo intuía que no nos volveríamos a ver y no acerté a decir nada más. Me acerqué a la puerta para irme y eché un vistazo. Alfredo se quedaba allí solo en aquel quirófano. Miraba hacia la ventana herméticamente cerrada con las persianas entreabiertas. La luz blanca del verano se filtraba por todas partes. Era como si todo el paraíso estuviese fuera de aquella habitación donde se presagiaba la muerte.
No quiero ser tu amigo ni tu confidente ni tu rollo ni tu colega ni tu follamigo ni tu compañero de fiestas ni tu pareja de baile ni tu confesor ni tu novio ni tu consejero ni tu relación abierta ni tu marido ni tu compinche. Solo quiero dormir contigo por las noches.
Era domingo y recibí otra llamada de Alfredo. “¿Qué tal, Dani? Mira, era para pedirte un favor. ¿Podrías traerme un paquete de tabaco?” Le cogí a mi padre un paquete de West rubio y me fui al hospital. Para entrar en la habitación tenías que ponerte una mascarilla, unos guantes, un gorro y una especie de bata de esas verdes como de papel que se atan a la espalda. Había pillado una especie de bacteria en el hospital y era contagioso. Además él estaba muy mal, con su sistema inmunológico en las últimas. Y estaba el riesgo del covid y todo eso. Cuando entré en la habitación me quedé muy impresionado con su terrible aspecto. Le habían cortado las dos piernas. Llevaba pañales y le costaba concentrarse en una simple conversación. Me pidió el tabaco con ansia y me pidió si lo ayudaba a sentarse. Ni siquiera tenía fuerzas para hacerlo por sí mismo. “¿No tienes un mechero por ahí?”
La maldad no reside en oscuras mansiones abandonadas ni en ignotos cementerios. La maldad está en ese buenos días que se queda sin respuesta, en esas miradas fugaces de desprecio, en ignorar ciertas cosas, en no querer ser como debiéramos ser.
Como no tenía mechero para Alfredo tuve que bajar a la cafetería del hospital por si me podían vender uno. Pero no tenían. Una camarera me iba a prestar el suyo pero lo acababa de perder. O eso me dijo. Fui a buscar alguno de los kioscos de la zona pero estaban cerrados. Era domingo y casi eran las nueve de la noche. Me acerqué hasta mi coche para ver si de casualidad tenía por allí algún jodido mechero. Pero nada. En aquel momento me cabreé con Alfredo por no haberme pedido que le llevara también un mechero. Al final vi a una pareja fumando en la puerta de Urgencias. Le pedí a la chica si me podría dejar su mechero, que era para mi tío que estaba muy jodido postrado en una cama con ganas de fumar. Le dije que se lo bajaría en cinco minutos. Nunca se lo devolví.
Creo que estoy muerto y que tengo como retazos de vida que me ofrecen para que yo mismo me dé cuenta de que, en realidad, estoy fiambre. Creo que hace tiempo ya no sigo vivo, como en aquella película del niño que veía muertos. Creo que efectivamente estoy muerto porque hay veces en que no tengo fuerzas ni brillo en los ojos. Creo que mis días se repiten como debiera ocurrir en el purgatorio. Creo que mi familia son como figurantes de mi propia muerte y me ofrecen languidez y desesperación porque ya no estoy vivo… pero entonces llegan Martín y Roque a casa y vuelvo a estar vivo. Tengo miedo de no poder sacar adelante a mis hijos. Tengo miedo no poder pagarles la universidad. Tengo miedo de un día quedarme sin trabajo y no poder hacerme cargo de ellos. Tengo miedo de que un día dejes de quererme.
Agarré a Alfredo por debajo de los brazos y lo levanté hasta una especie de anilla a la que apenas se pudo asir. Estaba muy flaco y muy débil. Parecía un anciano. Impresionaba mucho verlo sin piernas. Le coloqué las almohadas para que pudiese quedarse sentado. Encendió un pitillo enseguida en cuanto le di el mechero. “Muchas gracias, Daniel, es que tengo un mono tremendo de tabaco y no me dejan fumar”. El humo inundó toda la habitación mientras iba dando caladas al cigarro, saboreándolo a fondo. Sentí una mezcla de alivio y culpabilidad. Se quedó muy relajado de repente con la mirada perdida hacia la ventana. No supe qué decir.
A veces hago como que miro el surtidor, interesado en los números que van pasando, pero en realidad mi mirada va más allá. Se fija en el horizonte, a lo lejos, en los árboles, en algún pájaro que vuela. Y me marcho por un instante fugaz a miles de millones de kilómetros de allí.
Alfredo murió en verano, debe hacer ya tres meses. No recuerdo el día exacto. Qué más da. A veces miro su foto de guasap y los mensajes que nos intercambiamos. Resulta macabro que su foto de perfil sean sus dos piernas al sol. Es cierto eso de que no sabes lo que aprecias a una persona hasta que se va. La primera vez que lo vi estaba subido en una motaza tipo Harley. Era un adelantado a su tiempo en muchos sentidos. Un galán posmoderno. El muevo novio de mi tía Mariví. Iban a cenar a restaurantes exclusivos, salían de copas cuando querían, iban al cine… eran una pareja feliz. Alfredo era una mezcla entre Harrison Ford y Alfredo Landa, un tipo entrañable. Le gustaba la ciencia ficción y la buena música. Me regaló un montón de cómics de Zona 84 y me prestó muchos de sus discos: Willy de Ville, Van Morrison, John Lee Hooker, Dr Feelgood, Velvet underground. Yo le presté otros discos, algunos no me los devolvió. Jamás se los pedí.
Las viejas se mueren de viejas, los deportistas se mueren de ataques al corazón, gente joven sanísima que un día palma de repente. Veganos en el fin del mundo. Placer femenino. Violencia machista. Treinta personas han visto tu perfil. Treinta personas me chupan la polla.
Alfredo era transplantado del riñón. Le encantaba comer y beber. Recuerdo al principio cuando pedía una tónica en un bar y le pedía al camarero si le echaba un chorrito de ginebra Bombay. También lo recuerdo cuando nos contaba que le encantaban los chinchulines y toda clase de casquería. He visto a poca gente disfrutar tanto de la vida como él. Recuerdo su conversación amena y respetuosa, su fina ironía y su sarcasmo. Podría haber sido un gran monologuista si hubiese querido. Pero él eligió ser un sibarita. Una de las últimas veces que lo recuerdo caminando llevó a mi hijo Martín a una tienda de golosinas y le compró medio kilo. Cuando los vi llegar simplemente me dijo sonriendo: “Es que Martín me dijo que las golosinas lo hacían feliz”.


Reclamo la soberanía de mi barriga frente a la tiranía de los espurios. Reclamo mi derecho a regodearme en los volúmenes perfectos de mi barrigón y sus curvas sublimes. Reclamo mi derecho a solazarme en mi propia orondez. Mi barriga es mi reino, mi reino por un bocadillo. Reclamo mi derecho a sentirme un verdadero ser humano y no un maniquí. Reclamo la obligación de que os inclinéis ante la grandeza de mi estómago porque he comido cosas que no creeríais. Repudio vuestros vientres planos y sin alegría, esculpidos artificialmente al ritmo que la turba musculada manda. Macrobiótico. Cojonótico. Hago cardio. Me hago pajas. Chupadme la barriga.
Hay muertos vivientes, los puedes ver paseando por los centros comerciales, en los gimnasios o haciéndose selfis en los precipicios. Cuando te miro a los ojos me traspasan tus precipicios negros. Siempre que me asomo a un precipicio pienso en saltar. Pienso en lo fácil que sería terminar con toda una vida de cordura por una única milésima de locura. Pienso realmente en la posibilidad de hacerlo y casi siempre me asusto de mí mismo y al final me separo casi involuntariamente del borde. Dicen que caer al vacío es una experiencia tan brutal que tu cuerpo genera una burrada de adrenalina y casi ni te enteras cuando impactas contra el suelo... lo malo es si sobrevives. Habría que ver si es verdad. Ahora todo es mentira. Todo lo que creíamos resulta que era una puta mentira y cada vez nos quedan menos cosas a las que aferrarnos. Nerón no prendió fuego a Roma, el cerebro no lo aprovechamos al cien por cien, Gandhi era una buena persona...
Busco en google en qué año estamos. Hay laberintos por los que nos peleamos para entrar. Hay días en que sería mejor no acostarse. Y hay gente que está muerta del todo, normalmente hacen directos en Internet. A veces estoy navegando en Internet, casi siempre mientras cago, y me saltan anuncios de unos chavales majísimos que están dispuestos a explicarme el secreto de cómo se han hecho millonarios en dos meses. Qué majos que son. También me saltan anuncios por si quiero follarme a señoras de sesenta años totalmente gratis. Y otros anuncios de otros tíos que me invitan gratis a una clase en su cursillo para que me haga millonario con las criptomonedas o no sé qué cojones. Qué fácil es hacerse multimillonario hoy en día, hay una competencia feroz por darte la fórmula secreta, hay ostias para contarte cómo se hace. Qué buena es la gente, joder.
Mi tiempo perdido, que no llega a nada, mi vida partida a la mitad, tengo veinte minutos para comprar todas las cosas en el súper. Me acaba de llamar María porque al final vuelve a casa a las ocho y media así que no le da tiempo a hacer la compra. Puta casualidad que es sábado y está todo abarrotado. Estoy en el parque con los niños y entonces viene mi madre y le pido si me puede quedar un rato con los niños. Me dice que si es "solo un rato" sí. Le contesto que "veinte minutos como máximo" y entonces corro a hacer la lotería porque se lo prometí a Norma. Entrego los boletos que ella me dio y resulta que nos habían tocado seis euros. Voy bien de tiempo si me doy prisa y hago rápido la compra. Entro a toda leche en el Eroski, meto todas las cosas en el carro cagando ostias y me dirijo hacia la caja que menos gente tiene: solo hay una señora con cuatro cosas y ya va a pagar... puede ser una trampa. "Le digo que le faltan veinte céntimos", le repite la cajera a la señora con cara de circunstancia. La señora ha caído en esa abominación en que caen muchas señoras consistente en llevar mallas ajustadas, a lo mejor hace crossfit. LLeva una bolsa de judías, un bote de garbanzos, una barra de pan de esas de plástico y un paquete de Avecrem. Rebusca en una cartera negra mirando las monedas una por una mientras pienso en pagarle yo mismo su compra. El tiempo parece ir como en cámara lenta y empezamos a mirarnos unos a otros los que estamos en la cola, con cara de gilipollas. La cajera sigue esperando a que la señora haga algo. Podría explotar la bomba atómica en ese mismo instante. Podría producirse la segunda venia de Cristo. "No le llega, eso son dos céntimos y esas son de un céntimo". Resulta que la señora tiene dinero para comprarse unas mallas atemporales pero no tiene veinte céntimos para pagar un paquete de putas judías. Entonces, como en un cruel guiño del destino, echa la mano al bolso y saca otra cartera más pequeña. "Espera a ver si tengo aquí". ¡LA CAJERA NO ESPERA, HIJA DE PUTA, QUE TIENE QUE HACER SU TURNO, ESPERAMOS TODOS ESTOS GILIPOLLAS QUE ESTAMOS MIRANDO PARA TU PUTA ESTAMPA! Entonces, en otro excelente giro de guión, le pide a la cajera que ponga la mano que le va a echar "toda la chatarra".
Me cago en esa virtud banal en la que os arrogáis para osar decirnos cómo debemos ser puros... vosotros, que habéis olvidado lo que significa la verdadera virtud; vosotros, borrachos de vosotros mismos, engreídos y egocéntricos hasta lo absurdo. Vosotros, putos gilipollas. Mirad mi barriga gorda y sudorosa, pero verdadera y solo mía, mirad mi orgullo y mi pensamiento crítico e intuid mi polla y mis cojones debajo... preparados siempre para la acción. Habéis olvidado los motivos. Repudio vuestros sacrificios balbuceantes. Meo en vuestros batidos de proteínas y en vuestras bebidas hidrofiliocifolladas. Proclamo que no hay mayor grandeza que pasear mi vientre henchido de placeres frente a vuestra idolatría disparatada.
Recuerdo el día en que mi abuelo nos cogió a Micha. De entre toda la camada de gatos la eligió a ella y le mordió. Esa fue su carta de presentación. Nos entregó a nuestra gata con la mano ensangrentada, con aquellas manos que desde que tengo noción de ser siempre estaban temblando. Micha se agazapó en tu regazo y nos marchamos a casa con ella. No se fió de nosotros hasta pasados varios días. Recuerdo que estuvo sin comer y sin beber allí agazapada. Pero era nuestra gata. Nos había tocado ella. El azar, Dios, el destino o las fuerzas cósmicas quisieron que fuera precisamente ella nuestra gata. Pensé que tú también la habías aceptado tal como es. Creo que en nuestra vida conocemos justo a las personas que tenemos que conocer. Creo que si conocemos a las personas que conocemos es por algo que jamás acertaremos a adivinar. O a lo mejor es todo una gilipollez.
Johnny Depp borracho. Andrés Calamaro tirado en el suelo cuando le robamos la cartera y sus mecheros después de su concierto en Santiago. El autógrafo en el dibujo que Willy Deville le regaló a mi novia de entonces y que, de tan bien que lo guardé, lo perdí. Llevo años buscándolo; sé que lo guardé dentro de algún libro pero no lo encuentro. Una vez al año hago una especie de búsqueda general en la que me ayuda mi madre pero nunca doy con él. Una vez mi madre encontró en uno de mis compartimentos secretos mis viejas películas porno de negras en vhs y me dio una vergüenza terrible. Pero ni rastro de la firma de Deville en aquella especie de estampa bucólica que le dibujó a Isabel con exquisitos modales sureños, llamándole señorrita en innumerables ocasiones. Cintas porno de negras sí, autógrafo de incalculable valor de Willy Deville no.
Una vez nos mudamos y dejamos a Micha en el transportín en una habitación vacía. Tenía los ojos totalmente negros, el lomo erizado y emitía pequeños maullidos de terror. Mi padre nos estaba ayudando a llevar todas aquellas cajas. MI padre acaricia a todos los animales que se encuentra, no lo puede evitar. Le dijimos a mi padre que no la tocara. Entonces, en un momento dado, mi padre metió la mano dentro para tocarla y, como no pudo escapar, Micha le mordió en la mano atravesándosela con sus colmillos. Tuvo que ir a Urgencias para que le curasen la herida y le recetasen unos antibióticos.
Me dijiste que cuándo pensaba llevarme a la gata, que se la llevase a mi novia porque ibas a soltarla en la calle. Te pedí que no lo hicieras, que pensases en todos los momentos que habíamos pasado juntos. Me dijiste que no la querías en tu casa, que le buscara un hogar nuevo, uno cualquiera. Lamentamos informarle que no continúa en el proceso. Me da mucha vergüenza ir a las cenas de mis excompañeros del periódico porque básicamente no he hecho nada útil con mi vida desde que nos despidieron. Orgasmo femenino. Esposa y furcia. Dama y puta.
Tienes que arrastrarte en la mierda y haberlo pasado fatal para que se fijen en ti. Tienes que esforzarte cada día como si fuera el último de tu vida y, cuando te despiertes en tu realidad de mierda, arrastrarte de nuevo por la mierda y hacerte sangre con el alambre de espino y esforzarte aún más que el día anterior. Eso dicen esos señores trajeados desde sus despachos perfectamente amueblados e insonorizados con exuberantes concubinas latinoamericanas a las que les ponen pisos de lujo a gastos pagos. Te lo dicen esos que están en consejos de administración a los que les ha venido todo dado, a los que se lo han dado todo hecho. Te lo dicen desde sus Lamborghini y sus segundas residencias en Mónaco, Andorra e Islas Seychelles. Te lo dicen esos que beben el champán más caro del mundo desde sus yates-residencias atracados en Ibiza o donde sea. Tienes que sudar sudor y sangre y perderlo todo para ser digno de algo. Debes comer mierda y decir que es ambrosía.