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Pasos de baile

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El charco tibio al que llamamos Mediterráneo ha invitado siempre a sus moradores a viajar, a interrelacionarse, a comerciar, a guerrear. Sí, pero también a bailar. O, al menos, esa es la impresión que le asalta a uno a poco que se entretenga hojeando las remembranzas de quienes surcaron aquel mar hace más de dos mil años.

baile2Hablemos de los curetes, por ejemplo. Cuenta el mito que la diosa Rea, angustiada porque su esposo Cronos se había empecinado en devorar a todos sus vástagos para que ninguno de ellos terminara sometiéndole, escondió a su pequeño Zeus en la isla de Creta, donde las ninfas se encargaron de criarle con leche de cabra. Y narra también la leyenda que unos jóvenes del lugar, los curetes, acudieron raudos con sus armas y comenzaron a bailar cada noche a la entrada de la cueva con gran profusión de saltos, golpes y gritos, haciendo todo el ruido que podían para disimular los llantos del dios niño, evitando así que el monstruoso Cronos lo localizara. Zeus, como es bien sabido, creció, maduró y consiguió imponerse a su padre, pero aquella estrepitosa danza cretense se perpetuó en el tiempo, hasta el punto de que otros pueblos impíos, como los persas, no dudaron en apropiarse de la antiquísima costumbre de los curetes. Durante la fiesta anual consagrada al dios Mitra, el rey persa se calaba su armadura, bebía hasta casi perder el sentido y, acto seguido, se lanzaba a las calles de la ciudad para ejecutar un baile ritual, ruidoso y enajenado que era contemplado con el mayor de los respetos por sus fervientes súbditos.

No menos espectacular debía de ser la danza que las doncellas licias le ofrecían a la diosa Ártemis en las costas de la actual Turquía. Acompañadas de tambores que ellas mismas golpeaban, las jóvenes, elegidas de entre las más bellas de su comunidad, se lanzaban durante los festivales de la diosa a un baile frenético en el que saltaban y daban palmas, como poseídas por un éxtasis que emocionaba también a quienes las contemplaban. Así nos lo describe Autócrates, un comediógrafo griego que llegó a dedicarles una de sus piezas, y que, al parecer, se mostraba particularmente entusiasmado con la forma en la que las muchachas movían sus caderas.

baile3En Roma, eran bien conocidas las danzas de los sacerdotes salios. Hablamos seguramente de la cofradía sacerdotal más antigua de la Urbe. O al menos, indudablemente, de una de las más misteriosas. Los clérigos, consagrados en cuerpo y alma al dios Marte, acudían dos veces al año al Foro ataviados con unas exóticas vestimentas y con sus sombreros picudos. Una vez allí, se pertrechaban de unos escudos antiquísimos que el sumo pontífice atesoraba para la ocasión y emprendían una procesión que había de conducirles por todas las calles de Roma, a lo largo de la cual no dejaban de propinar saltos incesantes y de proferir a gritos una canción tan antigua que ya ningún romano alcanzaba a comprender. Ovidio tachaba de obsoleto aquel rito, en tanto que de las palabras de Cicerón se desprende que consideraba todo aquel espectáculo poco más que una mamarrachada. Pero los bailes y cantos de aquellos estrafalarios sacerdotes hacían las delicias de la multitud, pues, además de ser sumamente entretenidos, garantizaban, o eso creían ellos, la victoria de las armas romanas en el campo de batalla.

Rara era la jornada, en todo caso, que las calles de Roma no se convertían en una pista de baile. Y las danzas eran a cada cual más curiosa. Recordemos las ejecutadas por otros sacerdotes, los de la diosa Cibeles. Durante las fiestas de la diosa, su estatua era sacada en procesión por sus sirvientes, quienes, previamente, para dar fe de su ilimitado fervor, se emasculaban, así, sin anestesia. Una vez en las calles y ataviados con vestidos de mujer, los galos, así se llamaban estos clérigos, se abandonaban a un frenesí de contorsiones y gestos crispados de lo más curioso para los viandantes con los que se topaban, frenesí en el marco del cual solían hacerse cortes en los brazos y en el rostro, cuando no les daba por exhibir sus genitales amputados.

Mucho más refinado era el arte de las puellae gaditanae, las muchachas gaditanas que hacían las delicias de las fiestas aristocráticas romanas más opulentas. Eran, al parecer, peritas en su arte. Juvenal aseguraba que tales danzarinas no entrarían nunca en su casa, pues sus canciones obscenas, que harían sonrojar al más desvergonzado de los esclavos, y sus cadenciosos movimientos violentaban a las damas y provocaban la incontinencia de los varones. baile4Marcial, en cambio, se lamentaba de no poder pagarlas, aunque reconocía que sus posturas lascivas al son de las castañuelas eran capaces de devolver el vigor al más anciano de sus espectadores, y de consumir abrasado hasta al más inapetente miembro de su auditorio.

El Mediterráneo antiguo, en fin, conoció un sinfín de bailes exóticos, a cada cual más pintoresco y llamativo. Pero Estrabón, el padre de la geografía, seguramente el mejor conocedor de aquel mundo de hace dos mil años, pondera la singularidad de uno de ellos por encima de todos los demás. Me refiero a una danza tradicional que se bailaba en los altiplanos y hoyas de lo que hoy son las provincias de Granada y Córdoba, y que entonces se conocían como Bastetania. Era, al parecer, un baile depravado que se ejecutaba tras los banquetes, al son de las flautas y las trompetas, y en el que los bailarines, cogidos de las manos en círculo, a veces saltaban y en ocasiones se agachaban. Pero lo que más llamaba la atención de Estrabón, acaso por considerarlo indecente, o quizás porque lo evocaba con cierta envidia sana, era que, en Bastetania, hombres y mujeres danzaban juntos, entremezclados, tomados impúdicamente de las manos. Insólito.

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