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La soledad del océano

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Estrabón, el genial erudito de época de Augusto, aprovechó el libro I de su Geografía para describir su concepción general del mundo, a partir de la cual iría articulando el resto de su obra. Cuenta, en un pasaje poco conocido pero sumamente sugerente, que todo el territorio habitado (recordemos: Europa, Asia y África) comprendía una única isla, bañada por las aguas de un solo Océano continuo. El Atlántico y el Índico estaban interconectados; oceano2por mejor decir, eran un mismo mar, y por ende la Tierra era esférica, como ya habían preconizado algunos sabios del pasado. Pero todavía semejante teoría se apoyaba solamente en ciertas deducciones experimentales: “En efecto”, concluye Estrabón, “quienes intentaron dar la vuelta entera y luego dieron marcha atrás, no retrocedieron porque se toparan con ningún continente que les impidiera seguir navegando, sino por la escasez de recursos y por la soledad absoluta”. Sí, han leído ustedes bien, quienes intentaron dar la vuelta. Estrabón habla de expediciones emprendidas durante los siglos anteriores a nuestra Era para circunnavegar el Globo. Pásmense.

Tan solo nos es dado conocer la identidad de uno de aquellos arrojados marinos: Himilcón, el afamado almirante cartaginés del siglo V a.C. Y ni siquiera conocemos sus aventuras de primera mano: quien nos las relata es Avieno, un poeta romano casi un milenio posterior. Pero, al menos en cuestiones náuticas, sabemos que Avieno estaba bien informado. Buceó, como él mismo confiesa, en los archivos secretos púnicos, largamente olvidados desde la derrota de Cartago a manos de Roma varios siglos atrás. Su descripción del viaje de Himilcón es, en cualquier caso, tan detallada, tan fascinante, que, con la venia de ustedes lectores, en esta Noche tan Oscura, aceptaremos su veracidad sin reparos.

En ocasiones anteriores, parece ser que Himilcón se había contentado con explorar las costas oceánicas europeas. Había circunnavegado la península Ibérica, había explorado las costas bretonas y se había internado en el Canal de la Mancha. La marina cartaginesa, por aquellos tiempos, era dueña y señora del Mediterráneo Occidental. Sus galeras habían impuesto su ley marcial en el mar Jónico y se habían enseñoreado del mar de Alborán, y no hacía mucho que otro navegante, un tal oceano3Hannón, había visitado el golfo de Guinea. Las proezas exploratorias de Himilcón, pues, habían sido meritorias, pero no excepcionales. Hasta aquel verano. Pues en cuanto la estación estival dio paso a la mejor temporada para las navegaciones, Himilcón se hizo a la mar con un solo barco desde Cartago y puso rumbo oeste. Atravesó el Estrecho de Gibraltar, y continuó rumbo oeste. Sobrepasó el Promontorio Sagrado, que con el tiempo se conocería como Cabo de San Vicente, y continuó rumbo oeste. Y se dejó envolver por el Océano infinito.

A través de los versos de Avieno, sostenía Himilcón que el Océano era un mar sorprendentemente somero, en cuyo lecho arenoso cualquier navío podía embarrancar si no se andaba con cuidado. Contaba que la superficie estaba cubierta de algas flotantes, cuya agobiante densidad en ocasiones llegaba a amortiguar el oleaje. Afirmaba, en fin, que los monstruos serpenteaban bajo aquel cenagal salino, rozando el casco de cuando en cuando con sus cuerpos viscosos, como advirtiendo a los navíos intrusos que aquel no era su lugar. Mas lo peor de todo era la soledad. Saberse en mitad de la nada, de camino a ninguna parte. Abandonado a los propios medios, modestos y limitados, frente a una naturaleza infinita y sublime, o que al menos lo parecía.

oceano4El Océano Atlántico se podía atravesar en cuatro meses. El cartaginés lo sabía, y lo había puesto por escrito. La trigonometría desarrollada en las aulas de Alejandría así lo demostraba. El marino comprendía, pues, cuánto le quedaba para culminar su viaje. Disponía de víveres para aguantar. Contaba con la lealtad de su tripulación. Esperaba gloria y grandes recompensas a su regreso. Su gesta le permitiría a Cartago alcanzar los ricos mercados orientales sin tener que recurrir a la infinidad de intermediarios que controlaban la Ruta de la Seda. Solo tenía que aguantar un poco más, unas semanas más, rumbo oeste. Y se adelantaría dos milenios a la Historia. Pero la soledad pesó más que el más agudo de los raciocinios. Y dio la orden de regresar.

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