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El Dios Hermes

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Permítanme que esta noche hablemos del dios Hermes. Seguro que muchos de ustedes tienen en mente de quién hablo, pues se trata de una de las divinidades griegas más inconfundibles. Su sombrero de ala ancha, propio de los viajeros, y sus características sandalias aladas, gracias a las que viaja más deprisa, permiten reconocerlo al primer golpe de vista. Y también, por supuesto, su caduceo, el bastón típico de los mensajeros, adornado con dos serpientes entrelazadas.

El caduceo de Hermes, de hecho, nos pone sobre la pista de su principal advocación: es el heraldo de los dioses y, como tal, el dios de los heraldos, de los mensajeros, de los interlocutores. Nunca reposa ni permanece mudo, pues de continuo es requerido por sus cofrades olímpicos para que retransmita sus mensajes a otras divinidades o a los pobres mortales. Y es que sus veloces desplazamientos y, sobre todo, su elocuencia sin parangón, le convierten en el portavoz idóneo; un portavoz que, hermes2lejos de repetir insulsamente los mensajes que se le encarga comunicar o de desvirtuarlos con palabras necias, los enriquece para mayor provecho de sus emisores y para el deleite estético de sus destinatarios. A lo largo de los siglos, embajadores y negociadores rogaron a Hermes que les cediera una pizca de su labia por el bien de sus transacciones, de sus Estados y de sus precarios pellejos.

Como buen diplomático, de hecho, Hermes era tambien el dios de la prudencia. Que Apolo y Atenea se quedaran con la sabiduría y la inteligencia, con los conocimientos más sublimes y prestigiosos: Hermes era el patrón de la razón práctica, del saber hacer, del ingenio aplicado. En la víspera de su enfrentamiento contra la temible Gorgona, por ejemplo, Atenea pertrechó a Perseo con un escudo tan sólido que su heroico brazo apenas podía sostenerlo, pero Hermes se limitó a ofrecerle su casco de la invisibilidad, guiñándole, quién sabe, un ojo. En circunstancias parecidas, Hermes inventó, y ofreció a los humanos, la lira, el plectro y la siringa, lo que le convirtió en patrón de los músicos; inventó el fuego y el sacrificio de animales, enseñándoles a los sacerdotes cómo comunicarse con los dioses; e inventó las competiciones de carrera y de lucha, ganándose la adoración eterna de los atletas.

hermes3Pero Hermes era asimismo el dios de los viajeros. Y no solo porque sus quehaceres de heraldo le mantuvieran siempre en constante movimiento, ni tampoco porque sus sandalias le permitieran volar de un lado a otro más rápido que la propia imaginación. Hermes era, ante todo, alguien que sabía viajar, que conocía los caminos y cómo transitarlos, y que, de alguna manera, conseguía vislumbrar lo que deparaba cada vericueto del sendero. Cuando Héctor encontró la muerte frente a Troya y su cadáver fue vejado a manos de su enemigo Aquiles, Hermes guio al anciano Príamo a través del campo de batalla y hasta el mismísimo corazón del campamento enemigo para recuperar el maltratado cuerpo de su hijo, manteniéndolo al resguardo de las miradas (y de las armas) de los aqueos. Por ello mismo, los navegantes se encomendaban a Hermes tan pronto como abandonaban el puerto; por ello mismo, los caminantes le dirigían una última plegaria no bien perdían de vista las murallas de sus ciudades.

Tan hábil viajero era Hermes, y tan buen compañero de todo tipo de transeúntes, que también se le consideró el dios psicopompo: el encargado de acompañar a las almas al Más Allá. Poseía, de hecho, una pequeña varita mágica que atraía a las almas de los difuntos en cuanto estas abandonaban sus cuerpos, y con ella las guiaba hasta el reino de Hades, donde Hermes se encargaba de ponerlas en manos de Caronte, el lúgubre barquero. Hermes era el único dios que podía hermes4viajar entre nuestro mundo y el Allende. De ahí que Démeter le encargara descender al inframundo en busca de su añorada hija Perséfone, raptada por el señor de los muertos. Fue una empresa ardua, un camino difícil y, sobre todo, una negociación tensa. Tensa porque dejar escapar a alguien del reino de Hades atentaba contra las leyes de la naturaleza. Tensa porque Hades, el rey de los muertos, hermano de Zeus, no estaba dispuesto a renunciar a su presa. Y tensa sobre todo porque ni siquiera Perséfone se mostró demasiado entusiasmada con la idea de abandonar a su nuevo y viril esposo para regresar junto a su madre. Pero Hermes, como solía suceder, les convenció a todos.

Y les convenció porque Hermes, el ingenioso e inteligente Hermes, no solo era el dios de los heraldos, de los mensajeros, de los atletas, navegantes y viajeros: su rapidez de movimientos, su ingenio y su elocuencia le convertían también en la divinidad patrona de los mentirosos. Y, por extensión, en la deidad de los ladrones. ¿O acaso alguien de ustedes pensaba que los malvados no rezan?

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