La rendición de Cástulo
El vapor de la olla puesta sobre el fuego escapaba a duras penas por entre la techumbre vegetal de la vivienda, aportando una nota de cálida humedad a la atmósfera de aquella madrugada otoñal. En la calle comenzaban a atisbarse los primeros movimientos de la mañana, pero en el interior de la casa hacía tiempo que todo el mundo estaba ya despierto. El primogénito, aún mozalbete, había salido a tratar de cazar algún pájaro inadvertido, y se había llevado consigo a su hermano pequeño. La mujer hacía rato que había puesto en marcha el guiso de aquel día, y se afanaba ahora en torno al molino, haciendo girar con gran esfuerzo, tensando el espinazo al máximo para utilizar en el empeño todo el peso de su magro cuerpo, la muela para obtener el puñado de harina con el que a media mañana cocinaría unas gachas. Pese al fuego y al puchero, el frescor de la mañana se colaba en la vivienda, pero ello no obstaba para que el sudor perlara ya la frente y el cuello de la fémina.
Su esposo, sentado a la entrada, departía con el hermano de ella. Ambos tenían el semblante grave y hablaban en susurros, apenas audibles debido al rítmico rozar de la piedra del molino.
Apenas se movían, no gesticulaban, todo lo más de cuando en cuando se asomaban distraídamente al exterior por la rendija de la puerta entornada. El uno se había levantado una hora atrás y todavía estaba medio desnudo. El otro había llegado a la casa hacía unos minutos, casi con el amanecer, y se hallaba cubierto del polvo y el rocío del camino. Su caballo hozaba al otro lado de la puerta. Mordisqueando quién sabía qué, pues hacía ya tiempo que no crecía ni una brizna de hierba en la ciudad.
-La asamblea va a ser esta tarde, decía el recién llegado a su cuñado. Por eso vine al galope, en cuanto me avisó el vecino. No entiendo cómo vosotros no habéis oído nada.
-Yo tampoco. Parece que toda Cástulo se volvió loca en cuanto los romanos bajaron de la sierra.
Ambos hombres se miraron, callando un segundo, casi arrepentidos de haber nombrado a la bicha. De haber nombrado a los romanos. El risrás del molino impedía pensar con claridad, al menos tanto como la poco que habían comido en las últimas semanas, y los muchos kilómetros, cabalgadas, discusiones y escaramuzas que llevaban a sus espaldas. Y los golpes. Era difícil concentrarse.
-Dicen que van a resistir hasta el final. Los hermanos de Himilce, y todos los demás. Que no entregarán la ciudad hasta que Aníbal regrese y acabe con todos los romanos.
-¿Qué sabrán ellos?, -masculló el dueño de la casa, como para sí. Por un segundo pensó en ordenar a su esposa dejar en paz aquel maldito molino, pero luego recordó las insípidas gachas que almorzarían en unas horas, y la dejó estar.- ¿Qué sabrán ellos? -repitió, ahora más firme-. ¿Ha vuelto Himilce, acaso? Se la llevaron a Cádiz hace años, y no sabemos nada de ella. ¿Y Aníbal? Esa sí que es buena.
-¿Qué pasa con Aníbal?
-¿De verdad crees que va a volver por aquí, después de haber cruzado los Pirineos y los Alpes? Estás loco, tú y todos. Su guerra era contra Roma, y nosotros le importamos un bledo. Y su Himilce, bledo y medio. En cuanto la preñó, la dejó tirada en Cádiz. Esta tarde se lo pienso decir a todo el mundo. Se lo pienso soltar a la cara a sus hermanos.
-¡Calla!
-No me callo. ¿Y a qué has venido entonces, si no quieres oírme? Ya sabes lo que opino, nunca lo he ocultado.
-¡Calla! -repitió el visitante-. Lo sé, pero no conviene extender el cuento. Y menos ahora, con ese Escipión a las puertas de Cástulo.
La mujer levantó un momento los ojos del molino, mirando por el rabillo del ojo a sus dos hombres, su esposo y su hermano. Y enseguida retomó su labor.
-¿Y por qué no? Es ahora cuando habría que hacer algo. Ya decía yo hace años que eso de ir todos detrás de Aníbal era una idiotez. Parecemos ovejas estúpidas. La primera vez que vino a pedir la mano de Himilce, le tuvimos que haber cortado la suya y habérsela metido por el culo. Pero ahora ha perdido la guerra. ¿No os dais cuenta? Quizás los cartagineses no lo saben, los soldados, digo, pero sus generales sí. La han perdido ellos, pero nosotros no tenemos que quedarnos a verlas venir.
-¿Y nuestros pactos? ¿No tienes honor?
-¿Qué pactos? ¿Tú has jurado algo? ¡Juraron los hermanos de Himilce! Que ellos se las apañen con sus juramentos y los dioses por los que juraron.
El visitante arrugó el ceño, pensativo. Como si no le gustaran nada sus propias cavilaciones. Contando, quizás posibles partidarios y detractores, sin que terminaran de salirle las cuentas. En Cástulo, todo el mundo conocía a todo el mundo.
-¿Pero, y la libertad? ¡Si nos rendimos a los romanos, ya no tendremos libertad!
El señor de la casa se quedó sin habla, creyendo que no había oído bien. El caballo, al otro lado de la puerta, se removió intranquilo. El molino había enmudecido, sin que ninguno de los dos hombres se hubiera llegado a percatar. Por eso les sorprendió escuchar, a sus espaldas, la voz de la mujer.
-Hermano, tú eres tonto.