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El bajel fantasma

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No hay luna ni estrellas sobre Dertosa. La ciudad, tendida lánguidamente sobre la desembocadura del Ebro, permanece envuelta en la más absoluta de las negruras. La terrible tormenta de la víspera se ha calmado hace ya algunas horas, pero los nubarrones aún cubren el horizonte con su manto de tinieblas. Una brisa húmeda, helada pese a lo avanzado de la estación primaveral, recorre las solitarias callejuelas.

La ciudad está casi vacía. Y no solo por las horas intempestivas. Hace unas semanas llegó un comunicado del gobernador que se leyó en cada calle y en cada plaza, en cada taberna y cada prostíbulo. Todos los ciudadanos varones en edad de combatir fueron llamados a las armas, por lo que hubieron de acudir de inmediato a Clubajel2nia junto con sus panoplias y pertrechos. Algunos habían regresado a los pocos días, por considerárseles inhábiles para el servicio o gracias a las buenas artes de unas monedas depositadas en la mano adecuada en el momento oportuno. Pero la mayoría han quedado alistados para aquella campaña improvisada, la más extraña de cuantas recuerdan los más viejos del lugar. El Emperador, dicen algunos, se ha vuelto loco. Ajusticia a quien se le antojaba, fornica con cuantas hembras (¡y no pocos varones!) se le ponen por delante, y gasta con frenesí un dinero del que el Tesoro ya no dispone. Incluso se rumorea que ha incendiado la capital a propósito, solo por su propio deleite estético, y que ha contemplado las llamas encaramado a la torre de Mecenas mientras ensayaba acordes con su lira. Hasta las ciudades hispanas han llegado noticias confusas sobre una posible rebelión de los galos ante semejantes tropelías, aunque la cosa no parece haber llegado lejos. Pero ahora el gobernador de esta parte de Hispania había comenzado a reclutar tropas para marchar hacia Itaila. Nadie, en los mentideros de Dertosa, conoce cuáles son sus verdaderas intenciones.

La ciudad semidesierta, pues, permanece a la expectativa. Y aquella inesperada tormenta vespertina no ha hecho sino empeorar las cosas. Las gentes aguardan encerradas en sus casas. Los notables han desaparecido, refugiándose quién sabe dónde, a la espera de que todo aquel embrollo termine aclarándose. Los mercaderes languidecen: no están las cosas para comerciar, y las mercancías no llegan. Tan solo los perros y los esclavos recorren las calles de tanto en tanto, holgazaneando unos, atareados los otros, impertérritos ambos ante un destino que les es indiferente, pues en ningún caso les resultará favorable.

Un grupo de esclavos, de hecho, se ha reunido a estas horas de la noche junto al embarcadero. Pese a sus muchas tareas, la curiosidad ha podido más: se ha corrido la voz de que, pese a la negrura sin estrellas, alguien ha avistado un navío que se bajel3aproxima, lento pero inexorable, hacia las costas de Dertosa. Aquel es el primer barco que visita la ciudad en semanas. Un runrún nervioso brota de aquellas gentes en un sinfín de idiomas distintos. Pero en voz baja, como con recelo.

Por fin todos pueden distinguir las sombras del navío. Es una galera de guerra que se acerca mecida por las olas, sin velas ni remos, dejándose llevar. No hay ninguna luz sobre cubierta, ni se distingue a nadie manipulando el aparejo. Su rumbo no es firme, como si el piloto estuviera beodo, o dormido. O como si no hubiera piloto alguno a cargo del timón.

La exigua guarnición de la ciudad, lo que queda de ella, se presenta a última hora en el puerto, con los ojos fijos en aquel extraño navío que no deja de aproximarse. Los nudillos blancos de tanto apretar las empuñaduras de los escudos. Ni se molestan en dispersar a la fisgona concurrencia, que ante la llegada de los soldados ha enmudecido de golpe. Unos y otros contemplan con asombro el lento progresar de aquella mole de madera.

Hasta que el barco se estrella contra el espigón del puerto con un estrépito indescriptible. Un estrépito que desgarra la noche de Dertosa como el más terrible de los truenos. Durante un segundo de aterrorizada incertidumbre, nadie en aquel puerto osa moverse. Ni respirar siquiera. Pero una orden del oficial, apenas susurrada, pone a la guarnición en movimiento. Hay que salvar lo que se pueda de aquel navío antes de que la colisión lo envíe al fondo marino.

Nadie tripulaba la enigmática galera. En su interior no aparecen soldados ni marineros. Los pestilentes bancos de los remeros están desiertos. Un testigo afirmaría después que le había parecido entrever la fugaz silueta de un gato saltando al espigón justo antes del impacto, pero aquello es todo. Lo único que los osados guardias de la ciudad encuentran mientras rastrean lo que queda de aquella nave, sentenciada por sus múltiples vías de agua, es una asombrosa cantidad de armas desparramadas por cubierta. Pero de los dueños de tantas armas no queda ni rastro. Como si se los hubiera tragado el mar. O el Hado.

bajel4A la mañana siguiente, nadie en Dertosa quiere comentar lo sucedido. Es como si el enigmático bajel, algunos de cuyos restos aún flotan junto a la bocana del puerto, no hubiera llegado nunca a la desembocadura del Ebro. Es posible que en las cabezas de todos ronde la incertidumbre sobre lo que el destino les tiene deparados a aquellos hombres que han acudido a la llamada del gobernador, a luchar quién sabe qué guerra ni contra qué enemigo.

Por eso, cuando un legado se presenta en la ciudad apenas un par de días más tarde con una misiva del gobernador, la plaza se atiborra de curiosos. Por eso, cuando aquel emisario lee con voz firme la carta, explicando que la llegada del misterioso barco fantasma ha sido un signo divino, la expectación crece. Y cuando añade que, a través del barco, los dioses han querido felicitar a los habitantes de Dertosa por la inminente victoria que conseguirán si se mantienen fieles a las órdenes del gobernador, más de uno menea la cabeza con escepticismo, suspira y se marcha, pesaroso, a su casa.

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