La bella Pirra
Esta noche les referiré una historia que Homero conoció, pero que prefirió no mencionar en su epopeya. Vaya usted a saber por qué. Les contaré la historia de la bella Pirra.
La bella Pirra vivía en la isla de Esciros, en el Egeo, a tiro de piedra de Eubea. El suyo era un islote montañoso y agreste, pero bello, salvajemente bello, próximo a varios puertos transitados pero al mismo tiempo alejado de las principales rutas de navegación. Gobernaba sobre él el gran Licomedes, un monarca juicioso y afable, respetado por sus vecinos y ensalzado por sus agradecidos súbditos, de los que no acostumbraba a solicitar gran cosa. Habitaba Nicomedes un modesto pero confortable palacio enriscado sobre un empinado acantilado, acompañado de unos cuantos sirvientes y de sus afamadas hijas. Afamadas por su dulzura, por su cortesía, por su recato. Y entre todas ellas, como si de una más se tratara, maduraba la bella Pirra.
Pirra no era hija de Licomedes. Este no solía hablar de ello ante sus esporádicas visitas, pero tampoco se molestaba en negarlo cuando algún invitado indiscreto se lo preguntaba: el revelador aspecto de la muchacha hablaba por sí solo. Todas las hijas de Licomedes eran agraciadas, de bellos rostros y figura armónica, pero su tez era morena, casi aceitunada, y sus cabellos eran negros como el carbón, como los de su padre cuando era joven. Pirra, en cambio, era pelirroja y de una palidez asombrosa, cerúlea. Era mucho más alta que las demás y, aunque no tan delgada, sus muslos eran fuertes, poderosos, como sus ademanes, como sus ojos límpidos, que a nadie dejaban indiferente. Hacía años, Tetis, la ninfa de los mares, había llegado a Esciros junto a Pirra y, tras conversar larga y secretamente con Licomedes, se había vuelto a marchar, dejando a la niña al cuidado del sabio y apacible monarca. La muchacha, desde entonces, había madurado. Y en los últimos tiempos no faltaban los pretendientes que acudían a la isla desde toda Grecia para solicitar la mano de la bella y misteriosa Pirra. Todos ellos, empero, habían sido despedidos con fulminante cortesía.
En cierta ocasión, sin embargo, desembarcó en Esciros una embajada ciertamente singular. La componía la flor y nata de la realeza griega, una nutrida selección de los magnates más poderosos de la Hélade. Formaban parte, al parecer, del ejército que se estaba reuniendo para marchar contra Troya. Y habían acudido a Esciros para llevarse consigo, a las malas o a las buenas, a la bella Pirra.
Pirra, por supuesto, se negó en redondo a abandonar la casa de Licomedes. Allí jugaba, allí festejaba, allí conversaba y bailaba con las hijas del monarca, a las que llamaba hermanas. Nunca en su vida hubiera deseado dejar aquel hermosísimo lugar. Pero el momento que su madre Tetis le anticipara preocupada hacía ya tantos años había terminado por llegar. Sin conmoverse ante la resistencia inútil de Pirra, varios de los prebostes griegos, con el mismísimo Ulises a la cabeza, se arrojaron sobre ella y la despojaron, ante el desconcierto de todos los presentes, de sus ropas.
Ale, ya se terminó la farsa, dijo entonces Ulises, rompiendo un silencio sepulcral que no hacía sino acentuar los gemidos que no conseguía ahogar la desnuda y desmadejada Pirra. Es tu deber, los dioses lo mandan, debes acompañarnos a la guerra.
Y con un hondo suspiro, Pirra, que al nacer había recibido el nombre de Aquiles, se levantó, cubrió su desnudez como mejor pudo con los jirones del manto mujeril que durante tantos años había vestido, y se resignó a abandonar aquel rincón de ensueño para marchar hacia el que sabía que sería su lóbrego, otros dirían que glorioso, destino.