La barbarie no se cura
Platón agradecía a los dioses, según se cuenta, el haber nacido griego en vez de bárbaro, varón y no mujer, y libre en lugar de esclavo. Esta es la leyenda de unas mujeres bárbaras que viajaban cautivas en un barco. Nos la cuenta Heródoto, pero sucedió mucho tiempo antes de que el padre de la Historia acometiera su colosal crónica. Sucedió cuando el mundo era joven, Grecia andaba en mantillas y el Mar Negro aún no había recibido su nombre.
Surcaba el Mar Negro una nave desvencijada, la última de la flotilla helena que había acudido a aquel rincón del mundo escoltando a Heracles en su búsqueda del cinturón de Hipólita, reina de las amazonas. Se cuenta que el héroe tuvo que emplearse a fondo, pero que finalmente logró arrebatar el trofeo del talle de su difunta portadora. Nadie sabe con certeza qué sucedió durante aquel viaje. Acaso Heracles, el viejo héroe, ni siquiera existiera, perdóneseme la blasfemia. Pero lo que es seguro es que los griegos que lo acompañaban, que sostenían que lo acompañaban, pillaron y saquearon a placer en las costas meridionales del Mar Negro, y emprendieron el retorno a su patria con las naves repletas de tesoros. Mas, como siempre sucede en las grandes aventuras, no todos los expedicionarios consiguieron regresar al hogar.
Ninguna mujer sabe pilotar un barco. Menos aún las amazonas, incultas, de naturaleza bárbara y bestiales instintos. Pero, tras sufrimientos sin cuento sobre un mar cambiante, cuenta Heródoto que un viento favorable, nacido del más puro azar, terminó por arrastrar aquel buque a la deriva hacia el norte, haciéndolo encallar en unas tierras ignotas. Tierras agrestes, esteparias, por las que los griegos tardarían siglos en aventurarse.
Los escitas locales, de hecho, pronto tuvieron noticia de la llegada de aquellos extraños seres que, malolientes, vapuleados y en cueros, habían invadido las fronteras de su territorio. Y enviaron una expedición contra ellos. Pero pronto descubrieron que se trataba de mujeres, y bellas por añadidura, por lo que cesaron en sus ataques. Además, ellas se habían apoderado de una manada de caballos salvajes, de los caballos indómitos que pacían por aquellas tierras y que nunca antes nadie había conseguido amaestrar, seguramente porque se requería una naturaleza embrutecida como la de las recién llegadas para entenderse con semejantes bestias. El caso es que, a lomos de aquellos pencos, las mujeres habían repelido cada una de las acometidas escitas. Así que estas cesaron. En su lugar, los escitas optaron por otro tipo de acercamiento. Seleccionaron a unos cuantos jóvenes, los más gallardos de la tribu, y los enviaron al lugar que las mujeres habían elegido para guarecerse, con orden de plantar sus tiendas en las inmediaciones y mantenerse a la expectativa.
Así lo hicieron. Y sucedió lo que tenía que suceder. Los modales y el donaire de los escitas, sus joyas y ceñidos leotardos estampados, terminaron por impresionar a las hembras. Una tarde, cuando una de ellas recogía agua desprevenida a orillas de un riachuelo, uno de los jóvenes la descubrió y saltó sobre ella. La mujer se resistió al principio con uñas y dientes, gritó y golpeó, pero sus compañeras estaban lejos y su agresor actuaba con resolución. Mas lo que al principio era una violación terminó convirtiéndose, cuenta Heródoto, en un encuentro amoroso. Un encuentro que se repetiría una y otra vez, un encuentro que otros jóvenes de ambos pueblos imitarían, y que terminaría sirviendo de acicate para que finalmente amazonas y jóvenes escitas unieran sus campamentos y se enlazaran en un sinfín de relaciones duraderas. De amazonas y escitas surgiría, así lo quiere la leyenda que oyó nuestro historiador de cabecera, el linaje sármata.
Pero la barbarie en el corazón de aquellas mujeres nunca terminó de curarse. Nos lo refiere Heródoto extrañado, quizá asqueado. Lo imaginamos con el entrecejo fruncido y un gesto de desdén. Parece ser que, aunque los escitas no lograron aprender la monstruosa lengua de las hembras, ellas sí dominaron pronto el idioma local. Y que, unos meses después de aquella primera unión, los jóvenes varones, de común acuerdo y siguiendo las indicaciones originales de sus jefes tribales, propusieron a las amazonas acabar con aquella insólita situación, levantar el campamento y regresar al poblado escita, donde sus familias las acogerían debidamente, las cubrirían de regalos y las educarían hasta convertirlas en verdaderas mujeres. En mujeres debidamente civilizadas. En esposas.