Escrito en piedra
Esta noche quiero hablarles de una de las inscripciones más sorprendentes de cuantas nos ha legado la Antigüedad: la piedra de Behistún. Grabada a finales del siglo VI a.C. en la pared de un acantilado, al oeste del actual Estado de Irán, reproduce un mismo texto en tres lenguas diferentes: persa, babilonio y elamita. Desde el camino que discurre a los pies de la montaña, un centenar de metros más abajo, los caracteres resultan de todo punto ilegibles. Y ello pese a su colosal tamaño. La inscripción de Behistún cubre, pásmense, casi cuatrocientos metros cuadrados de pared rocosa.
El epígrafe tiene su importancia para los historiadores. Gracias a él, y gracias a la miseria que empujó a un pilluelo local a escalar el vertiginoso acantilado para calcar al carboncillo la inscripción a cambio de unas monedas, sir Henry Rawlinson, un militar británico destacado en la zona para adiestrar a las tropas del sah de Persia, pudo desentrañar hace casi doscientos años los secretos de la escritura cuneiforme. Descifrando, de una sola tacada, el persa antiguo, el babilonio y el elamita. La piedra de Rosetta, no me cabe duda, envejecería arrumbada en el rincón más polvoriento del Museo Británico si Rawlinson y sus secuaces hubieran podido requisar tan extraordinario monumento para traérselo consigo a Europa. Pero no se pudo, era demasiado grande.
Pero es que además la pared de Behistún nos cuenta una historia extraordinaria. Y lo hace por triplicado, en los diversos idiomas de las gentes que por aquel entonces transitaban entre Babilonia y Ecbatana. Para que todo el mundo se enterase de lo ocurrido.
La inscripción narra el ascenso al trono de Darío I el Grande. Sí, el mismo monarca que pretendió someter a los griegos, y cuyas huestes se estrellaron contra un muro de valientes hoplitas en las llanuras de Maratón. Pero esa es otra historia, y aún no había sucedido cuando se labró esta piedra. El acantilado de Behistún nos habla, en cambio, de la muerte de Ciro el Grande, el segundo con ese nombre, rey de Persia. Nos describe cómo, meses antes de morir, Ciro había repartido el Imperio entre sus dos hijos, Cambises y Esmerdis, encomendando la parte occidental a Cambises, el pequeño, y la oriental a Esmerdis, el primogénito. Este último había quedado en Ecbatana, afanándose en organizar la inagotable burocracia imperial, mientras que Cambises había partido al frente de los ejércitos a la conquista de Egipto. Llevando consigo como “portador de la lanza” a Darío, el joven vástago de un insignificante gobernador local; lejanamente emparentado, eso decía él, con la familia imperial aqueménida.
La campaña fue sumamente propicia para Cambises, que sometió con toda facilidad a las huestes del faraón Ahmose y se convirtió en dueño y señor del país del Nilo. Ítem más, al poco de comenzar la campaña, Cambises se enteró de que su padre Ciro había muerto a manos de la reina Tomiris de los masagetas; y de que, siguiendo las instrucciones precisas que el propio Cambises había dictado a sus adláteres en la corte de Ecbatana, el príncipe Esmerdis, su hermano mayor, había sido asesinado sin tener la oportunidad siquiera de reclamar el trono. Cambises II se convertía, pues, él solo, en el nuevo rey de Persia. Ciro, su “portador de la lanza”, fue el primero en felicitarle.
Pero el relato de la piedra de Behistún continúa. Poco tiempo después, Cambises II recibió nuevas noticias de Ecbatana. Esmerdis había sido coronado. No el propio Esmerdis, evidentemente, sino más bien un malvado mago llamado Gaumata que había recurrido a sus artes diabólicas para hacerse pasar por el príncipe asesinado, ascendiendo así al trono. Cambises no se lo pensó dos veces. Reunió a un pequeño grupo de guardaespaldas, los más veloces de entre sus jinetes, y partió al galope hacia Ecbatana, no sin antes brindar con Darío, su fiel Darío, por el éxito de la empresa.
No llegó muy lejos. Al parecer Cambises, presa de los remordimientos por haber ordenado el asesinato de su hermano, o acaso afectado por algún encantamiento que el mago Gaumata le hubiera lanzado desde Ecbatana, enfermó al poco de emprender el viaje, perdió la cabeza y terminó poniendo fin a su propia vida ante la impotencia de sus aterrorizados escoltas.
Darío no quería el poder. Pero los batallones persas desplegados en Egipto le escogieron espontáneamente para vengar la muerte de Cambises. Al frente del ejército expedicionario persa, Darío recorrió media Asia y cayó sobe Ecbatana, donde capturó y ajustició con sus propias manos al impostor Gaumata, cuyos encantamientos, en efecto, le habían tornado idéntico, absolutamente idéntico, al añorado príncipe Esmerdis. Sobre el cadáver de Gaumata se apilaron, antes de que cayera la noche, los de toda su guardia personal, los de buena parte de los magistrados y funcionarios de Ecbatana, y los de la madre, las hermanas y la esposa de Esmerdis, culpables de no haber sabido identificar al impostor que se había hecho pasar por el príncipe legítimo; que se había hecho pasar, con asombrosa eficacia, por su hermano, su hijo y su marido. Reparado así el honor de la dinastía Aqueménida, Darío I fue proclamado, con toda justicia y para el bien del Imperio, nuevo rey de Persia.
Es esta una historia extraordinaria, no me digan ustedes lo contrario. Y, pese a lo que alguna mente retorcida, filogriega sin duda, pudiera llegar a pensar, es una historia totalmente verídica. Una inscripción de cuatrocientos metros cuadrados que alguien se molestó en tallar en lo alto de un acantilado en plena meseta iraní ha de ser verídica a la fuerza.