Todopoderoso Zeus
Hoy cantaré a Zeus, arranca uno de los célebres himnos homéricos; el más grande e importante de los dioses, su soberano, cuyas tonantes palabras se escuchan en la lejanía, el que todo lo puede. Hoy, en efecto, cantaré a Zeus.
La canción de Zeus es la del retoño repudiado que se termina revelando contra el maltrato del padre. La canción de un progenitor, Cronos, al que se le había vaticinado que uno de sus hijos terminaría quitándole la vida, por lo que había decidido devorarlos, uno a uno. La de una madre, Gea, que ocultó al más pequeño de sus bebés, renunciando a su cercanía para esconderle en el rincón más recóndito de una húmeda cueva cretense, a fin de protegerle. La canción de un joven dios que, criado entre mortales y ninfas, alcanzó el vigor suficiente para derrotar al padre enloquecido y arrebatarle el trono olímpico. Liberando, de paso a todas las demás deidades del estómago inmortal.
La canción de Zeus es también la del viril caudillo que encabezó la sangrienta lucha contra los titanes. Pavoroso resonaba el negro mar, relata Hesíodo, y la tierra retumbaba con estrépito hasta el tenebroso Tártaro, pues Zeus no contenía su ira y lanzaba sin cesar sus rayos, haciendo que el mundo estallara en llamas y el Océano hirviera en torno a sus enemigos. Trescientas rocas del tamaño de montañas lanzó contra ellos, sepultándolos al instante. Uno de los titanes, pese a todo, escapó, consiguió emboscarse y, con la mayor de las perfidias, le cortó a traición los tendones de las corvas, haciéndole caer de hinojos. Se hizo el silencio, el Universo contuvo el aliento. Pero, entre los más atroces sufrimientos, el divino padre volvió a alzarse y, entonces sí, su cólera fue terrible. La tierra entera ardió bajo sus rayos, y el felón entre los felones, el monstruoso Tifón, pereció derritiéndose entre aullidos.
La canción de Zeus es la del juez severo cuya autoridad ordena el Cosmos. El rey, el padre, pueden mostrarse benevolentes, pero el árbitro del mundo no puede serlo, pues un solo desliz y el universo se hundiría en el caos. Ni siquiera Prometeo, que tan solo quería socorrer a la desvalida humanidad, pues tan noble afán y no otro había sido el que le había llevado a robar a los dioses el fuego celestial, pudo escapar a su castigo. Un padre le hubiera perdonado, un rey le hubiera otorgado su gracia, pero el sabio y ecuánime Zeus no pudo, no quiso, y no lo hizo. Prometeo recibió el más ejemplar de los castigos. Fue encadenado en lo más alto de un precipicio, en la cordillera del Tártaro, y Zeus envió un águila para devorarle el hígado. Pero, por voluntad de su divino juez, el hígado de Prometeo se regeneraba cada noche, alargando así el tormento. Es más, antes de que se ejecutara la pena, Zeus había modelado una mujer con arcilla, la había llamado Pandora, y la había colocado junto a Prometeo, sabedor de que este se enamoraría perdidamente de ella. Así Prometeo recordaría durante su suplicio eterno que había sido ella, su amada, quien había desatado, ante sus propias narices y sin que él hubiera podido hacer nada, todos los males de la humanidad a la que él mismo había pretendido salvar. Así los demás hombres comprenderían que no se podía desafiar las leyes universales.
La canción de Zeus es, en fin, una sinfonía. Una sinfonía con distintos movimientos que, de alguna manera misteriosa, enternecedoramente humana, miserablemente humana, se acompasan.
La canción de Zeus culmina en un único verso, compuesto por un bardo ciego: “Sal sin hacer ruido, que viene Hera, que no te vea”. Tetis, la más bella de las ninfas, se había colado en su alcoba. Para ganarse el favor de Zeus hacia su hijo Aquiles, se había abrazado a sus rodillas, se había sentado en su regazo, le había acariciado la barba, le había susurrado palabras tiernas muy cerca del oído. Pero entonces Zeus había escuchado aproximarse a su esposa Hera. Y el padre de los dioses, el matador de titanes, el juez supremo, no había podido evitar encogerse y, con un hilillo de voz, pronunciar las consabidas palabras. Sal sin hacer ruido, que viene Hera, que no te vea.