El juicio de Paris
Caminabas, Paris, por una frondosa arboleda, despreocupado, como sueles, como suele hacer la gente de tu condición, príncipe segundón del rey de Troya: gente de quien nadie espera mucho, pero a la que tampoco nadie exige nada en demasía. Caminabas despreocupado, meditabundo, a la espera de que alguna presa se pusiera al alcance de tus flechas, pero sin inquietarte demasiado por ello, pues el objetivo de la cacería no era tanto cobrarse buenas presas como el mero disfrute de aquel paseo en solitario por entre la vegetación primaveral.
Caminabas distraído cuando, de improviso, ante ti se aparecieron, deslumbrantes, magníficas, poderosas, aterradoramente poderosas, las tres diosas. Solo quien se ha topado de bruces con una divinidad sabrá estimar lo pavoroso del encuentro.
Paris, te espeta Hera, la enérgica, la soberana de los dioses, Paris, truena con voz potente, a ti acudimos para que decidas cuál de nosotras es la más hermosa. Elígeme a mí, que reino en el Olimpo, que protejo los matrimonios y cuya ira temen, sábelo, mortal, hasta en el Tártaro. Elígeme a mí y te daré tanto poder cuanto desees, te convertiré en el emperador de Asia si así lo quieres, pero no oses, no pienses siquiera, en desairarme.
- ¿Por qué yo? ¡No quiero elegir!
Dices, Paris, apenas con un hilo de voz, sobrecogido ante la terrible gloria de las diosas, perfectamente consciente de que tu existencia, la de todos tus seres queridos, acaba de cambiar para siempre.
Tú debes elegir, Paris, razona, elocuente, la segunda diosa, porque nuestro padre Zeus así lo ha decidido. Tú eres el más inocente de los mortales, el más desapasionado, el más imparcial y justo. Tú, que has vivido toda tu existencia triscando desocupado por los bosques, apartado de la corrupción de la corte y de las tentaciones del comercio, de los infames talleres y de la agotadora azada, eres tú quien debe elegir quién de entre nosotras es la más bella. Elígeme a mí, oh Paris, pues soy la sin par Atenea, la única de entre las diosas que nació ya madura, ya completa, dispuesta para prodigar entre los hombres mi valor y mi sabiduría. Elígeme a mí, que gobierno Atenas con mano firme, y que he socorrido a cuantos héroes han deambulado por este mundo. Elígeme a mí, y me tendrás de tu parte mientras vivas. Te daré la sabiduría que tantos reyes y filósofos buscan sin alcanzar. Te daré un brazo fuerte para arrojar tu lanza más lejos que ningún otro, y un espíritu indómito para vencer en cualquier batalla. No te defraudaré.
- Pero no quiero elegir.
Insistes, desdichado Paris, sin que nadie te escuche.
Tienes que elegir, Paris, no puedes resistirte, te murmura apenas al oído la tercera diosa, Afrodita, haciendo que un dulce escalofrío te recorra las entrañas. Y lo harás sin vacilar siquiera, pues tú ya sabes que me amas, como todos, que me necesitas, como todos. Ante ti me desnudo, mírame, tiéntame, no hay comparación posible. Elígeme, y pondré a tus pies a la más bella de las mujeres, te la daré tiernamente enamorada, para que comparta tu lecho durante el resto de tus días.
- ¡No quiero elegir!
Chillas aún, mientras corres, atormentado, alejándote del lugar tan deprisa como puedes. Pero resulta difícil alejarse de los dioses. Al final tendrás que elegir, te dice tu hermana Casandra, tan pronto como regresas a Troya y le cuentas lo sucedido. Lo harás, te dice Casandra, y lo dice con convicción, como corresponde a una profetisa, la más afamada de la ciudad. Lo harás, te equivocarás hagas lo que hagas, porque tu dilema no tiene ninguna solución posible, y nos conducirás a todos a la perdición. Moriré yo a causa de tu decisión, morirá nuestro hermano Héctor, morirán hasta su esposa y su hijo, y a él le arrastrarán atado a un carro hasta reducir su cadáver a despojos. Morirá nuestro padre Príamo, y Hécuba, y toda nuestra estirpe. Morirás también tú, mi queridísimo Paris, mi inocente Paris, al que nunca los dioses debieran haber pedido que tomaras parte en esto. Troya enflaquecerá durante diez años, asediada, y terminará sucumbiendo y siendo reducida a escombros, y sus habitantes perecerán acordándose de ti, insultando tu memoria, sin saber que nada hubieras podido hacer, Paris, porque los dioses quisieron hacerte pasar por este trance.
Pero a tu hermana ni la contestas, pues Casandra había sido maldecida, y nadie se tomaba en serio sus vaticinios proféticos. En su lugar, desdichado Paris, abandonas aquel bosque para siempre y te alejas de tu Troya natal, rumbo a Esparta. Allí conocerás a la hermosa Helena, la más bella de las mujeres, que desde el primer momento pondrá en ti sus limpios ojos almendrados, oscuros como la noche. Y te sonreirá, haciéndote sentir especial. Y la hablarás con palabras galantes cada vez que su marido, el rudo rey Menelao, se descuide. Y concertarás con ella su propia huida de Esparta, vuestra huida, y embarcaréis ambos de incógnito en el primer buque que parta del Peloponeso rumbo a Troya, y en lo más profundo de su bodega le contarás, me contarás, toda esta historia, este trance, que crees ya superado.
- Yo siempre me negué a elegir, Helena.
Por supuesto, Paris, pero al final lo hiciste.