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El banquete

banquete1

El salón de la casa era templado pese al frío atardecer otoñal. Un buen fuego en el hogar, la proximidad de los comensales y, por qué no decirlo, el alcohol que trasegaban sin mesura, lo caldeaban. Los esclavos, silenciosos, aparecían de tanto en tanto en la sala, se movían hábiles entre la concurrencia, procuraban que a nadie le faltara de nada, y volvían a evaporarse sin que nadie reparara realmente en su presencia. Eran una sombra más de cuantas proyectaban las fulgurantes lámparas.

banquete2Aquella mansión pertenecía a Calias, uno de los más célebres potentados de Atenas. No en vano era hijastro de Pericles y cuñado de Alcibíades. Y, lo que quizás era aún más importante, no en vano había heredado de sus padres una inconmensurable fortuna, que no tenía impedimento en derrochar a manos llenas. Solía permitirse extravagancias, adquirir las mercancías más caras del mercado y convidar a sus amigos, y a muchos de quienes no lo eran, a fastuosos banquetes vespertinos. Como aquel, precisamente.

A la derecha de Calias, se reclinaba un hombre barbado, algo más maduro que el anfitrión, que por entonces apenas rondaba la treintena. Era el famoso Sócrates, respetado en toda la ciudad por su proverbial prudencia, a la altura de su valor en los combates. Era, de todos, el menos embriagado, lo que le permitía dirigir la conversación con cierto tino, intercalando de tanto en tanto unas pocas palabras para reconducir las embotadas reflexiones de sus compañeros. También se hallaba presente Cármines, antaño un poderoso señor local, hoy venido a menos; y Antístenes, el más engreído de entre los discípulos del filósofo; y Nicerato, un joven adinerado apasionado por la poesía homérica; y Hermógenes, pertinaz asistente de todo tipo de reuniones, a las que asistía siempre con la mayor circunspección, hasta que la perdía; y Critobulo, un joven y apuesto general ateniense; y Autólico, un recatado mozalbete extraordinariamente bello que todavía no tenía edad para estar presente en una tertulia como aquella, pero estaba; y Licón, su padre, que desde el principio tenía la impresión de que había sido invitado tan solo para que acudiera junto a su bello hijo.

banquete3En aquella velada se habló, se disertó, se discutió y se filosofó sobre los temas más elevados. Se conversó, sobre todo, acerca del amor, y de cómo el hombre sabio debe buscarlo con prudencia, atendiendo ante todo a lo que tiene de espiritual, y no tanto a lo carnal. Se reflexionó sobre hasta qué punto un ser humano puede estar completo sin entregarse al amor, y sobre lo que el amor tiene de destructivo. Y se meditó sobre la pertinencia de las reuniones como aquella, en las que todo el mundo debe hablar para completarse como persona y para enriquecer la personalidad de los demás, pero a las que quizás, solo quizás, no hubiera convenido que asistiera el pequeño Autólico, cuya presencia, sin embargo, a todos atraía.

Mas, como convenía en un buen simposio, los argumentos estuvieron regados con una generosa cantidad de vino. De la jarra a la crátera, de la crátera a la copa, de la copa al gaznate, y las sonrisas cada vez lucían más anchas, los ojos más somnolientos, las palabras más pesadas. En un momento dado, el bufón Filipos hizo acto de presencia, más sus bromas no interesaron demasiado al personal, y no tardó en escurrirse entre los sirvientes. En otro, la concurrencia convenció al bello Autólico para que cantara, pero sus canciones no satisficieron a casi nadie, pues eran demasiado decorosas, las había aprendido en la escuela. Pese a las protestas de Sócrates, hacia el final de la velada alguien propuso entablar un certamen de belleza entre el filósofo y Critobulo, que evidentemente venció el militar. Pero el ambiente llegó a su punto álgido cuando una esclava desnuda irrumpió entre los triclinios y, sin el más mínimo pudor y carente de cualquier decencia, agarró del brazo a uno de los siervos que repartía el vino y junto a él escenificó con gran sensualidad los amores de Dioniso y Ariadna.

Una vez concluido el espectáculo, y ante la triste constatación de que no quedaba ya ni una sola gota de vino en casa de Calias, la concurrencia se disolvió, y el debate sobre la integridad del amor en sus múltiples variedades hubo de aplazarse para la próxima ocasión. Calias se había quedado dormido en su propio triclinio, y ninguno de sus esclavos osó despertarle. Autólico y su padre se habían escabullido de la sala no bien los ojos de todos se posaron en la esclava desnuda. Y el resto decidió salir a dar un paseo por las calles de Atenas, sabedores de que a su jovial embriaguez le haría bien el aire de aquella fría noche otoñal.

banquete4Una noche, por cierto, en la que Atenas llevaba ya nueve años en guerra. Durante aquel período, los ejércitos peloponesios habían invadido las inmediaciones de la ciudad cada primavera, quemando cultivos y destruyendo rediles. La población de todo el Ática había tenido que refugiarse tras las murallas atenienses, provocando un hacinamiento que no tardó en derivar en hambre, suciedad y peste. La epidemia acabó con un tercio de la población de la ciudad. Las flotas atenienses surcaron el Egeo y el Adriático, pero no pudieron evitar que muchos de sus aliados defeccionaran. El Imperio ateniense comenzó a tambalearse, y con él la democracia y el modo de vida de decenas de miles y miles de personas.

Pero en el simposio que nos describe Jenofonte, nadie parece darse cuenta de ello. Los notables atenienses filosofan, beben, ríen, dormitan. Y el mundo mientras se destruye.

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