Hilos sueltos
La urdimbre de la Historia se entreteje, casi siempre, con cabos sueltos.
Como saben ustedes, en 218 a.C. Aníbal cruzó los Pirineos, y después los Alpes, al frente de un nutrido ejército, rumbo a Italia. Pero dejó en Iberia a sus mejores generales, bien pertrechados de hombres, elefantes y jinetes, con la misión de defender unos territorios conquistados apenas dos décadas antes y dominados gracias a la colaboración de las aristocracias locales.
De hecho, como precaución, el cartaginés exigió a los nobles iberos de los que más desconfiaba la entrega de algunos de sus familiares más próximos. Los reunió a todos en Sagunto, les aseguró que nada les sucedería mientras sus padres, hermanos y esposos colaboraran, y los puso bajo la custodia de Bóstar, su más temible lugarteniente.
Poco después de la partida de Aníbal, desembarcaron en la península los hermanos Escipión al frente de unos pocos hombres. Sus fuerzas, insignificantes, difícilmente hubieran podido competir con las que los cartagineses y sus aliados mantenían acuarteladas en Iberia.
Pero he aquí que, por esas mismas fechas, estalló una rebelión entre los celtíberos. Y, no mucho después, unos almirantes fenicios, descontentos con el trato que recibían de sus amos cartagineses, se amotinaron, desguazando, en el ínterin, buena parte de la flota anibálica. Los generales cartagineses tuvieron que dispersar sus fuerzas para afrontar toda esa concatenación de problemas. Y, faltos de oposición, los hermanos Escipión se hicieron dueños, como quien no quiere la cosa, del rinconcito noreste de la península.
Ahí no acabó todo. Resulta que en Sagunto habitaba por entonces un jerarca ibero llamado Abílix, que hasta entonces se había distinguido por sus diligentes servicios a los cartagineses. Sin embargo, la proximidad de las legiones romanas le hizo replantearse muchas cosas. Entabló conversación con Bóstar, y le hizo ver que, con los romanos a las puertas de Sagunto, a Cartago le convenía más cimentar sus alianzas en la amistad que en el miedo. Por tanto, Bóstar debía liberar a los rehenes retenidos en la ciudad para granjearse el agradecimiento de sus familias. Dicho y hecho, a Bóstar le pareció bien la idea, dio la orden pertinente y los soldados cartagineses dejaron partir a sus reclusos.
Mas Abílix era más taimado de lo que parecía. Previamente se había puesto en contacto con unos hispanos que servían en el ejército romano, y a través de ellos les había hecho llegar un mensaje a los hermanos Escipión. En la carta, les habló de los rehenes que estaban a punto de ser liberados. Les informó del día y la hora, y les sugirió lo beneficioso que sería para Roma capturar a todos aquellos infelices. Así lo hicieron los romanos, dejando a Bóstar y a sus cartagineses con un palmo de narices.
Pero la carambola continuó. De la noche a la mañana, Abílix consiguió escabullirse de Sagunto, acudió al campamento romano y convenció a los hermanos Escipión, pásmense ustedes, de que liberaran ellos también a sus cautivos, pues solo así darían a conocer a las gentes del entorno la benevolencia romana. Su plan se llevó a la práctica. Los baqueteados rehenes pudieron por fin regresar a sus hogares. Y, por algún motivo, la historia que contaron fue la de que Roma, y no Cartago, les había liberado de sus cadenas.
El júbilo estalló en sus familias y comunidades, proliferaron las fiestas y banquetes, y a no tardar se entablaron conversaciones que demostraron que Aníbal había hecho bien en desconfiar de aquellas gentes, pues todas ellas, libres ya de ataduras, traicionaron sus alianzas con los cartagineses y abrazaron con entusiasmo la causa romana.
Trece años después, Roma, con el apoyo de todas esas comunidades, vencería aquella guerra y expulsaría a Cartago de Iberia. Y apenas unos meses más tarde, impulsaría tales gravámenes a los iberos que muchos de ellos tratarían de rebelarse, pero ya sin éxito.
Y es que, como dijo un erudito bizantino llamado Zonaras, el retorno de todos aquellos rehenes a sus casas fue lo que selló el destino de Iberia. Sin que, probablemente, ni siquiera los hermanos Escipión llegaran a pretenderlo.