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Hay guerras y guerras

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Hay guerras y guerras. Eso dicen. Unas más justas, otras menos, unas necesarias y otras no tanto. Algunas incluso evitables, y unas cuantas que no beneficiaron a nadie. Y luego están esas otras guerras gloriosas, necesarias para que la Historia avance, para que la Épica brille, para que la Civilización sobreviva. Eso dicen. Empleando muchas mayúsculas, y alguna que otra esdrújula. Con muchas exclamaciones.

Veamos un ejemplo.

Corría el año 218 a.C. Hacía ya casi dos décadas que los ejércitos púnicos habían desembarcado en Cádiz. La otrora empobrecida Cartago, la antaño vencida Cartago, bullía ahora, próspera como nunca, gracias a la plata de Sierra Morena y el hierro de Cartagena. Todos los días partían nuevos barcos hacia la metrópoli, rebosantes de riquezas, y entretanto las huestes púnicas controlaban con mano de hierro el panorama político peninsular. Amílcar Barca, su yerno Asdrúbal y su hijo Aníbal no eran reyes en Hispania, pero se portaban como si lo fueran. Tras cruentos combates por todo el sur peninsular se habían ganado el respeto y la alianza deanibal2 buena parte de las aristocracias locales ibéricas. Toda una confederación de jefes iberos se reunió en Cartagena para proclamar a Amílcar general supremo de Hispania. Aníbal heredó esa distinción, con el premio añadido de la mano de la princesa Himilce, señora de Cástulo, capital de la región minera.

Pero todo eso no bastaba. Roma seguía ahí. Roma, que ya había derrotado a los púnicos una vez, en Sicilia, continuaba disputando a Cartago el papel de gran potencia mediterránea. El Mare Nostrum no era tan grande, y en él no cabían dos grandes estados. El choque entre ambas era inevitable, eso dicen los Libros de Historia. Y Amílcar lo sabía. Amílcar había estado allí, en Sicilia, y no había perdido una sola batalla contra los romanos. Pero un mensajero le había obligado a rendirse. Un mensajero que traía consigo una misiva de Cartago, informándole de que no recibiría más provisiones, que la guerra se había perdido, y que él debía desbandar a sus hombres y regresar a la patria. Amílcar hubo de tragarse su orgullo y aceptar las órdenes. Pero en cuanto Cartago comenzó a reponerse, en cuanto las cosas empezaron a ir bien en Hispania, una noche estrellada en algún lugar de Sierra Morena sacó del lecho a su hijo y se lo llevó con él hasta una de las hogueras del campamento. Y allí le hizo prometer que acabaría con Roma. Y Aníbal aceptó decidido.
La guerra con Roma era necesaria. Amílcar lo sabía, Aníbal lo sabía, el Senado Romano lo sabía, todo el Mediterráneo antiguo lo sabía. Incluso Júpiter. Una noche, Júpiter se presentó en sueños ante Aníbal y le ordenó atacar Roma. Júpiter, ojo, nada menos que el dios supremo de Roma. Incluso él entendía que la guerra tenía que librarse. Y se libró.

anibal6Ahora bien, entre Cartago y Roma mediaba Sagunto. Romanos y cartagineses, tiempo atrás, habían llegado a un acuerdo que prohibía a los cartagineses extender sus fronteras al norte del Ebro. Pero Aníbal sabía que, si quería atacar Roma, si quería marchar con sus elefantes sobre los Alpes para atacar Roma (una gesta gloriosa donde las haya; los pocos supervivientes de la travesía bien lo pudieron atestiguar), debía acabar con Sagunto. Pero Sagunto no se rendía. Y no había otra manera de marchar hacia Roma, no había otro camino. Tampoco Roma podía permitir que Sagunto abriera sus puertas al cartaginés, no se podía tolerar, pues Sagunto se encontraba al norte del Ebro, como todo buen geógrafo romano sabía. El Senado Romano envió a sus embajadores para prohibirle a Aníbal que atacara Sagunto. Y Aníbal se presentó con todos sus ejércitos ante las murallas de Sagunto. El Senado Romano envió a sus embajadores a Sagunto, prohibiéndoles que abrieran sus puertas a los cartagineses. Y los saguntinos se aprestaron a defender sus murallas hasta la última gota de sangre. Y así fue. El escenario estaba presto para que los grandes héroes entraran en la leyenda.

Como en toda guerra inevitable, como en toda guerra gloriosa de las que pueblan nuestra memoria colectiva, la toma de Sagunto cuenta con episodios épicos. El de las madres saguntinas arrojando a sus niños a las hogueras para evitar la deshonra de que cayeran en manos cartaginesas lo es, sin duda… ¿verdad? O el de los jóvenes, hartos de meses de asedio y hambre, comiéndose a los ancianos que ya no podían combatir. Pero no me refiero a eso, sino al combate entre Murro y Aníbal.

Lo narra Silio Itálico. En cierto momento del asedio, Murro, uno de los campeones saguntinos, decidió que había llegado su momento. Tomó la espada, tomó el escudo, saltó de las murallas, se abrió paso a empellones entre sus tropas y las ajenas, y clamó con voz de trueno: “¡Aníbal! ¡Hace tiempo que te espero! ¡Mi corazón anhela la batalla, arde de deseos de quitarte la vida! ¡Mi diestra te ahorrará la larga marcha hacia Roma y el ascenso a las nieves de los Alpes!”. Aníbal, a esas alturas, se encontraba en la otra punta de Sagunto, pero sus soldados corrieron a avisarle, deseosos de contarle lo que Murro había gritado a los cuatro vientos. Y Aníbal acudió. Era inevitable. Parece ser, o al menos la magia de la narración histórica así lo hace posible, que los combates se detuvieron cuando ambos adalides quedaron frente a frente. Dispuestos a matarse el uno al otro si hacía falta. Y hacía falta. Había mucho en juego.

“¡Hércules!”, gritó Murro, “¡Fundador nuestro, cuyas huellas veneramos en nuestra ciudad! ¡Aparta esta tormenta que nos amenaza, y hazme capaz de defender tus murallas con brazo infatigable!”.

Aníbal no se arredró, pues Hércules era también su patrono, y bajo su advocación había iniciado todo aquello: “¡Héroe de Tirinto, Hércules, asístenos en esta nuestra empresa! ¡Emplea tu poder para ayudarme! ¡Al igual que tu nombre ganó fama imperecedera por la destrucción de Troya, socórreme para acabar con estos hijos de la raza frigia!”. Así habló Aníbal, el gran Aníbal. anibal3A su alrededor, saguntinos y cartagineses caían en un marasmo de sangre y muerte.

Pero Hércules no apareció aquella tarde. Estaba ocupado en otra guerra. A alguna princesa caprichosa se le había antojado el cinturón de Hipólita, de la mítica amazona Hipólita, la mujer más fuerte y temible de cuantas hollaron este mundo, moradora del lejano Ponto. Y para allá que se había ido él, con su taparrabos por toda vestimenta y su clava al hombro. Y en las playas del Ponto, justo al borde de las olas en aquella soleada tarde de primavera, se la encontró. Cuenta la leyenda que las negociaciones fueron bien. Hipólita no tuvo ningún inconveniente en quitarse el cinturón para entregárselo al héroe, y detrás fue todo lo demás. La playa olía a algas, el héroe a sal, la amazona a cerezas. Hércules se empleó a fondo en aquella guerra. Pues, como ya se dijo, hay guerras que merecen la pena, y otras no tanto.

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