Los héroes que llegaron del mar

Dispersas entre los testimonios de los autores griegos y romanos, encontramos toda una serie de noticias sumamente intrigantes. Noticias que durante siglos han suscitado en los historiadores modernos gestos de incredulidad, o mejor, de desdén, y que inmediatamente han sido descartadas como chismes absurdos, propios de una Antigüedad poblada de fantasías y de colorida superstición.
Es bien sabido que, a la caída de Troya, una vez consumada la destrucción de la gran ciudad asiática y masacrada toda su población, Odiseo, el Ulises de los romanos, hubo de arrostrar espeluznantes aventuras y peligros sin cuento por todo el Mediterráneo antes de lograr retornar a su añorada Ítaca. A los brazos de la paciente Penélope. Pues bien, Estrabón precisa que, arrastrado por los vientos, el intrépido navegante alcanzó la Península Ibérica, donde fundó una ciudad, Odisea, a los pies de las Alpujarras, junto a la que consagró un santuario dedicado a su divina patrona, Atenea. Parece que a comienzos del siglo I a.C. aún permanecían allí los restos de los barcos del héroe, corroídos por el salitre y el tiempo, tal y como testimonia el gran Asclepíades de Mirlea, un perito de la gramática griega que se ganaba la vida instruyendo a los vástagos de las grandes familias gaditanas, y que se contaba entre los informantes de Estrabón. Incluso hay quien afirma que Odiseo fundó asimismo Olisipo, la actual Lisboa. Lástima que, entre las mil y una aventuras que Homero puso en boca del audaz héroe cuando este se topó con los feacios, no se contaran sus andanzas por Occidente.
Pero Odiseo no fue el único visitante ilustre de nuestras tierras en aquellos tiempos legendarios, inmediatos a la debacle troyana. Antenor, consejero del rey Príamo, promotor frustrado de una solución pacífica entre griegos y troyanos, hubo de escapar de su patria cuando los ejércitos de esta fueron derrotados, y acabó en Italia, donde se asentó entre los vénetos. Parece que su séquito no corrió la misma suerte, pues las olas y los hados impulsaron sus barcos hacia Occidente. Acaudillados por un jefe improvisado, un tal Ocelas del que hasta entonces nadie había oído hablar, terminaron estableciéndose en las costas cántabras o, quizá, en las lucenses. Siglos después, por sorprendente que parezca, algunos de los habitantes del valle del Duero continuaban diciéndose descendientes de este misterioso Ocelas y de sus compañeros troyanos.
La lista sigue, no tiene fin. Tlepólemo, hijo de Hércules, participó en la Guerra de Troya, donde según Homero encontró la muerte a manos de Sarpedón, hijo de Zeus y de Europa. Pero Silio Itálico asegura que escapó de la matanza, que se refugió como pudo en un barco, que su nave cruzó a la deriva todo el Mediterráneo, y que el desharrapado y famélico héroe terminó naufragando frente a las costas de Ibiza. Suerte parecida corrió el gran Teucro, el hijo de Telamón, rey de Salamina, pero también sobrino de Príamo, el monarca troyano, contra el que Teucro se vio obligado a combatir durante diez largos años. Tras la encarnizada y sangrienta contienda, los compañeros de Teucro, heridos, hambrientos, moribundos, no lograron gobernar su barco y este terminó embarrancando en las costas hispanas. Allí, poco antes de morir, Teucro fundó Cartagena. Mas sus acompañantes optaron por trasladarse hasta las rías gallegas, donde se establecieron entre las gentes locales.
Como decía antes, hoy día nadie se cree todas estas noticias. Como la propia Guerra de Troya, una fantástica epopeya nacida de la maravillosa mente de un genial aedo, todos estos héroes son imaginarios, por lo que difícilmente pudieron desembarcar en las costas hispanas. Sus accidentadas navegaciones son meras patrañas. Puede que Troya sí que existiera, puede que deba identificarse con el yacimiento turco de Hisarlik, puede que en dicho yacimiento los arqueólogos hayan constatado un episodio de destrucciones, incendios y derrumbes que afectaron a toda la ciudad. Puede que, después de semejante cataclismo, el enclave quedara prácticamente abandonado. Pero la Guerra de Troya, con mayúsculas, fue un mito, y quienes sufrieron sus consecuencias y hubieron de huir, meros personajes de leyenda. Nunca existieron.
Pero el caso es que los autores griegos y romanos sí creían en sus historias. Creían que, tras la larga Guerra de Troya, tras diez años de masacres y destrucciones propias de una contienda que, como dice el propio Estrabón, perjudicó por igual a los que sufrieron la agresión y a los que la perpetraron, unos y otros hubieron de abandonar la tierra devastada y hacerse a la mar. Las gentes de la Antigüedad creían que, empujados por el viento y las olas, al albur de los elementos, estos héroes terminaron desembarcando por todo el Mediterráneo y mezclándose con las poblaciones locales. Y creían que esta mezcla no había supuesto la disolución de su linaje heroico, sino que, antes bien, el mismo había fructificado, robusteciendo las estirpes de quienes los acogían.
La Antigüedad estuvo, en efecto, poblada de fantasías y superstición. Magnífica, gloriosa fantasía la de quienes se creían descendientes de unos refugiados llegados del mar, vencedores y vencidos aunados por la catástrofe. Y que hasta se preciaban, orgullosos, de semejante linaje.


La Historia lo recordaría como Mitrídates VI, Rey del Ponto. Dicen que descendía de Ciro el Grande y del general Antípatro, y que nació cuando un gran cometa iluminaba el cielo de Oriente. Dicen que pasó su infancia en el exilio. Y que durante su reinado el Ponto, al noreste de la actual Turquía, alcanzó gran prosperidad gracias al comercio y a la abundancia en materias primas de todo tipo. Incluido el petróleo.
a todo hombre, mujer y niño de origen itálico. Bastaba con que la víctima supiera hablar latín para que su condena a muerte quedara sellada. Cayeron 88.000. Y Roma declaró la guerra al Ponto.
Modelaron en oro una gran Niké, la diosa de la victoria, una enorme y bella mujer alada de mirada altiva, y la colgaron mediante recias sogas sobre el monarca, al que en determinado momento del espectáculo la divinidad dorada había de coronar con toda pompa gracias a un complejo sistema de poleas y cabestrantes. 
Les invito a asomarse a una de ellas. El panel en cuestión se sitúa en la cara norte de la torre. Del mismo solo se ha conservado un fragmento, pero es grande, suficiente para comprender la escena representada. Nos encontramos ante la gesta de un héroe. De eso no cabe duda. En el centro de la imagen, un esforzado varón avanza hacia la izquierda con grandes y cansinas zancadas. Porta un enorme sable curvo, se protege con un casco y calza unas gruesas botas de caña alta que delatan el afán viajero de nuestro protagonista. Sobre sus hombros transporta nada más y nada menos que un árbol. Un árbol entero, con raíces y todo. Y no es un árbol cualquiera: la bandada de pájaros que se niega a abandonar sus ramas, que revolotea en torno a la cabeza del héroe y lo acompaña, así lo atestigua. Es el árbol de la vida, el árbol de la fecundidad, el árbol que garantizará la prosperidad de aquel que lo plante en su jardín. Un preciado trofeo, desde luego. Tres geniecillos intentan ayudar al héroe en su gesta, aunque su grotesca apariencia y los ademanes con los que blanden las pértigas con las que soportan el árbol nos llevan a preguntarnos si realmente hacen algo que no sea estorbar. Al menos lo intentan. Y no es la suya una tarea baladí. Reparen ustedes en los extremos del fragmento conservado. Por delante y por detrás del héroe aparecen varios seres monstruosos. ¿Son leones, lagartos, dragones? Lo desconocemos. Pero de lo más profundo de sus gargantas brotan llamaradas. No parecen dispuestos a que el humano se lleve el árbol.
O, mejor dicho, sí lo sabemos. Porque en el resto de los relieves de Pozo Moro nos topamos con otras tantas aventuras del héroe, con sus combates contra otros guerreros, contra tritones, quimeras y centauros. Parece que salió airoso de tantos y tan graves infortunios. No en vano, en la última escena de la serie nos es dado contemplar ese momento tan íntimo en el que la diosa decidió premiar tantas fatigas y lo recibió, desnuda, en su lecho. Ningún otro colofón hubiera podido resultar más apetecible, más glorioso, para un mortal. Y así quedó plasmado en los sillares de arenisca de Pozo Moro.
Pero… ¿saben un secreto? La torre de Pozo Moro, la misma que se levantaba seis metros sobre un podio escalonado, la misma que exhibía en sus relieves las hazañas del héroe y, de alguna manera, materializaba su memoria, carecía de cimientos. No tardó ni cincuenta años en derrumbarse. Sus escombros se amontonaron entre los altos muros de adobe que la rodeaban. Pero quizás casi nadie se enteró. La aristocracia local continuó enterrando a sus difuntos en torno a dichos muros durante un milenio, como si nada hubiera pasado en su interior. Y los conciudadanos de esos aristócratas, sus súbditos, por llamarlos de alguna manera, continuaron trabajando los campos, continuaron pastoreando los ganados, continuaron entregando el diezmo a aquellos descendientes del héroe. Sin saber que dicho héroe yacía humillado entre el polvo de la llanura manchega. Bastaba con que desde niños se les hablara de las gestas del héroe, bastaba con que se les inculcara cómo había que respetar su memoria. Acaso nadie necesitó nunca cerciorarse de si el relicario de las gestas del héroe seguía en pie. Y siguieron pagando el diezmo.