La útil distancia

¿Sabían ustedes que una de las impresiones más fuertes de cuantas experimentaron los primeros humanos en el espacio fue la de contemplar la Tierra y verificar que, en efecto, era casi esférica? ¿Y sabían que los terraplanistas –créanme, los hay, y alguno incluso se lo toma en serio– fundan buena parte de sus argumentos en la aseveración de que estos supuestos viajes al espacio son falaces, así como las fotografías que en ellos se tomaron? En este mundo parece que todo es opinable, todo salvo quizás una cosa: que la distancia, en última instancia (“en última instancia”, “en el fondo”, “a la larga” ¿comprenden? Nuestro idioma es sabio), es útil para ver las cosas con perspectiva. Lástima que no todos podamos viajar al espacio para reflexionar un poco sobre lo que aquí tenemos montado.
Perdónenme las divagaciones. Volvamos a nuestra querida Antigüedad. Esta noche voy a hablarles de una moneda. Una moneda que apareció entre las ruinas de Morgantina, una pequeña ciudad sícula y más tarde griega, ubicada en el interior de la fecunda Sicilia, al este, y que parece ser que tras un breve período de auge bajo el dominio romano quedó abandonada recién instaurado el Imperio. Pues bien, entre las joyas arqueológicas que este yacimiento deparó a los arqueólogos se encuentra nuestra modesta moneda de bronce. En el anverso, una cabeza de mujer mira a la izquierda, sonriente, sus rizos alborotados apenas retenidos por un casco de bronce con su correspondiente penacho. Es, sin duda, una diosa. En el reverso de la moneda, un jinete galopa a lomos de su corcel. Las patas del animal no tocan el suelo, se encuentra en pleno salto. Observen también los extremos del trapo que envuelve el cuello del caballero: ondean al viento, y otro tanto hace la cimera de su casco. A esa velocidad mantener en posición la larga pica que enarbola el guerrero es toda una proeza. Pero lo consigue. Mas sobre todo fíjense ustedes, porque eso es lo que de verdad nos sorprende de esta pieza siciliana, fíjense en la leyenda que aparece bajo el caballo: HISPANORUM.
En efecto, parece ser que Morgantina estuvo durante un tiempo poblada por mercenarios hispanos. Nuestros autores de cabecera nos cuentan que, durante la guerra contra Aníbal, y como ya se alargaba el asedio de Siracusa pero la ciudad no terminaba de caer, el cónsul Marcelo decidió recurrir a tácticas más arteras: contactó con uno de los generales que defendía la plaza, un oficial al mando de todo un escuadrón de mercenarios hispanos, y le convenció para que traicionara a sus patrones y abriera las puertas de la ciudad a las legiones romanas. Así se hizo. Como recompensa, en cuanto Sicilia quedó bajo el control romano, el Senado regaló al innoble oficial y a sus soldados hispanos la ciudad de Morgantina, para que allí se establecieran, fundaran familias con las doncellas y viudas locales y pusieran nuevamente en cultivo los campos devastados por la conflagración. Fueron seguramente los hijos de estos mercenarios, o sus nietos, quienes muchas décadas después acuñaron monedas como la que describíamos antes. Monedas con la leyenda HISPANORUM, “de los hispanos”.
Acaso todavía no haya conseguido captar su atención con esta leyenda, puede que solo a mí me resulte evocadora. Bueno, a mí y a muchos más de mi calaña, tampoco quiero tirarme flores. Pero, solo para picar su curiosidad, les diré que, mientras persistía la lucha contra Aníbal, al tiempo que los arqueros romanos barrían con sus flechas sin descanso las fortificaciones de Siracusa,
la guerra arruinaba también los campos hispanos. En la Península Ibérica el conflicto se prolongó durante casi catorce años, al cabo de los cuales Roma se convirtió en dueña y señora de casi un tercio de las Hispanias. Tan fulgurante conquista pudo hacerse, como reconoció en su momento un historiador de la talla de Polibio, porque edetanos y sedetanos, ilergetes y túrdulos, lusitanos y suesetanos, en ningún momento llegaron a ofrecer un frente común contra Roma. Unos apoyaron a los romanos, otros a los cartagineses, y la mayoría hizo en cada momento lo que entendió que le convenía. Es más, parece que los integrantes de cada tribu tenían también sus propias agendas, y no fueron pocas las comunidades en las que los enfrentamientos civiles se superpusieron a la propia guerra mediterránea. Suele pasar, reconozcámoslo, en todas las guerras, por mucho que las crónicas oficiales tiendan a pasar por alto tan vergonzantes detalles.
Pero es que luego llegó Numancia. Que cayó, nos lo dicen las fuentes (tergiversando mucho la realidad, tampoco se engañen ustedes, no se dejen engañar por añejos cantos de sirena esencialistas), porque arévacos y pelendones, belos y titos, vetones y carpetanos, se olvidaron de actuar de consuno ante las legiones de Escipión. Y a Viriato le acuchillaron los suyos, sus propios lugartenientes, representantes de ciudades que se decían sus aliadas y que terminaron no siéndolo en cuanto los intereses de uno y de otras, de Viriato y de las aristocracias locales que le apoyaban, divergieron. Y así funcionó la cosa. La conquista romana de Hispania, digo.
Aquí, en este berenjenal, es en el que aparece nuestra moneda. Y no aparece en Hispania, sino en Sicilia, en la ciudad de Morgantina. Pero es la primera vez en la historia, que sepamos de momento, en el que unas personas levantan la cabeza, se miran, y se reconocen a sí mismas como “hispanas”. Curioso.
Curioso que lo hagan, dirán unos, precisamente esos expatriados, descendientes de emigrantes que ya nunca más pudieron volver a su patria devastada por la guerra, pero cuyo recuerdo mantenían ligado a su propia identidad grupal.
Curioso que lo hagan, responderán otros, precisamente los descendientes de esos soldados de fortuna, que mientras su propia patria se desangraba ellos luchaban a sueldo del rey de Siracusa, que no vieron inconveniente en vender su lealtad al mejor postor, y que en todo caso nunca intentaron siquiera regresar al terruño.
Curioso, en todo caso, no me digan ustedes que no. Curioso que sean estas gentes las primeras en reconocerse hispanas pese a no haber visto en su vida, la mayoría de ellas, con toda probabilidad, ni un pedacito de Hispania.


¡Hombres de Etolia!, comenzó el embajador. ¡Los hechos hablan por sí mismos! ¡A estas alturas ya sabréis sobradamente que ni el rey Tolomeo, ni los bizantinos, ni los quiotas, ni los mitilenos, ni mucho menos mis compatriotas rodios, vacilan en hacer las paces con vosotros! ¡Ya lo hemos hecho muchas veces! Pero ahora nos apremia a ello la guerra que habéis emprendido contra los macedonios, poniendo en peligro la salvación de nuestros países y la de toda Grecia. En la guerra pasa como con el fuego: en cuanto alguien lo prende, las llamas se extienden a voluntad, empujadas tan solo por los vientos, y a menudo terminan quemando a quien las inició. ¡La guerra es igual! Pues bien, ¡imaginad que todos los isleños, que todos los griegos de Asia, que toda la Hélade os ruega que abandonéis esta guerra estéril, que os llena de oprobio, de infamia, de maldición! Las palabras del embajador resonaron en todos los rincones, en los oídos de todos, pues ni una mosca se movía en la ciudad. Nadie osaba respirar. ¡Poneos, continuó el orador, poneos ante un espejo y contemplad vuestra ignorancia supina! ¿Afirmáis que lucháis contra Filipo de Macedonia para defender la libertad de Grecia? ¿Decís que Filipo, un Filipo al que nunca habéis visto, que nunca os ha exigido nada, es un tirano? ¿Creéis de verdad que aliándoos con los romanos restauraréis la democracia? ¿Que una vez acabada la guerra, cuando vosotros os hayáis desangrado combatiendo contra Filipo y los romanos hayan vencido a Aníbal, Grecia volverá a ser libre? ¿Se puede ser tan mentecatos? ¿Los dioses lo permitirán?
Y así quedó la cosa. Los etolios, en efecto, se desangraron combatiendo contra Filipo una guerra que no llevó a nada, que quedó en tablas, en unas fúnebres e ignominiosas tablas. Un empate que solo se rompió, en efecto, cuando los romanos se deshicieron del temible Aníbal y se vieron libres para intervenir en Grecia en socorro de sus aliados etolios. Las legiones desembarcaron y devastaron todo a su paso. Macedonia fue destruida. Y el Epiro, y Mesenia, y buena parte de Tesalia. Al cabo de unos años, el cónsul romano acudió a las fiestas de Corinto y anunció que Grecia volvía a ser libre. ¡Grecia volvía a ser libre! Y Roma garantizaría esa libertad. Y para garantizarla, apenas unas décadas más tarde volvieron las guerras, las masacres, la destrucción. La propia Corinto, cuna de esa libertad, libertad otorgada, fue destruida hasta los cimientos tan solo una generación después de tan rimbombante anuncio. Sobre sus cenizas se creó la provincia romana de Acaya. La más civilizada, la más noble, la más ilustre de las provincias del naciente Imperio de Occidente. Poblada por unos griegos que se creían superiores a sus señores, que sabían que otrora habían sido los dueños del mundo, pero que ahora tenían que arrastrarse ante el Senado romano cada vez que los recaudadores de impuestos les exprimían demasiado.
hecho masacrar a todos los itálicos que poblaban Asia Menor, explorando el significado de la palabra genocidio antes de que nadie la hubiera pronunciado. Ni siquiera había perdonado a quienes se resguardaron en los templos de las ciudades griegas, atentando así no solo contra las leyes humanas sino también contra las divinas. Pero se decía el libertador de Grecia. Y aquello bastó para que los griegos se lanzaran en sus brazos. Con los resultados, por otra parte, previsibles.
Aquel barco acabó hundiéndose a apenas unos metros de la costa. En un lugar, por cierto, en el que con el paso de los siglos decenas de naves de mayor o menos tamaño terminarían cayendo en idéntica trampa. En aquella ocasión, en todo caso, el naufragio hubo de ser una auténtica desgracia. Ignoramos qué fue de sus tripulantes, pero hemos de figurárnoslos mojados y en shock, aguardando el amanecer desde las rocas de la orilla. Preguntándose cómo salir de aquella cala, dónde encontrar ayuda en una isla poblada por bárbaros, y qué es lo que los dioses les tendrían deparado antes de lograr regresar a casa. O quizá no, acaso tan solo pudieran pensar en cosas más prosaicas, como qué sería lo que desayunarían aquella mañana, o qué habría sido del chiquillo encargado de limpiar el barco, el hijo del capitán, al que nadie había vuelto a ver desde la catástrofe.
Ahí es nada porque, recordemos, estamos hablando de finales del siglo VI a.C. De una época en la que la metalurgia del hierro aún no está demasiado extendida por tierras ibéricas, una época de agricultura de subsistencia y tierras que no han sido todavía roturadas; una época en la que en un pequeño castillo de las montañas de Denia comienza a pisarse la uva por vez primera en territorio ibérico, y en la que los jefes de un puñado de ciudades dispersas (o lo que podemos llamar ciudades, para entendernos, aunque en realidad no lo eran) trataba de controlar las idas y venidas de unas gentes que nada tenían y nada necesitaban, y que por ende poco querían tener que ver con todo aquello; una época en la que el hambre mataba más que las guerras o la avaricia.
Y los jefes que en ellas residían se convirtieron en distinguidos aristócratas, en venturosos potentados que nunca, nunca perdieron el gusto por el vino itálico. Por el vino, por las vajillas, por los adornos de bronce, por la poesía, por Homero.