Una diosa en un carro

Esta mañana de domingo, hojeado ya el periódico y hastiado de que en la radio los anuncios de las grandes compañías energéticas se intercalen con soflamas incendiarias, me da por recordar. Me da por recordar, pásmense ustedes, considérenme enfermo si quieren, me da por recordar lo sucedido en cierta ciudad griega, cuna, eso dicen, de la democracia, hace ya casi dos mil seiscientos años. En una mañana primaveral como esta, bajo un sol radiante pero que apenas llegaba a entibiar el ambiente, muy parecido al que se filtra hoy por mi ventana.
En aquella ciudad griega, la tensión se cortaba con un cuchillo. Unos años antes, valiéndose de las disensiones políticas y de las continuas pendencias callejeras, un tirano había conseguido hacerse con el poder por la fuerza de las armas. Había gobernado durante un tiempo, pero al final había sido derrocado. Se habían restablecido así las elecciones y las instituciones de antaño. Una vez más la gente volvía a elegir a sus gobernantes. Pero las antiguas disensiones no tardaron en reverdecer. Las distintas facciones tan solo trabajaban en su propio beneficio, los debates en la asamblea terminaron convirtiéndose en un mero intercambio de improperios, las argumentaciones, en eslóganes de tres palabras que hasta una cabra podía repetir. Y compartir. Muy pronto, la situación terminó enconándose tanto que ni siquiera podían elegirse magistrados que gobernaran la ciudad. No había acuerdos ni para eso.
Pero entonces, una mañana primaveral, una tropilla de heraldos irrumpió en las calles, gritando sin cesar: “¡Ciudadanos! ¡Acoged con propicia disposición a vuestro gobernante, a quien la propia Atenea, honrándolo más que a hombre alguno, repatría!”. Al oír aquello, la gente abandonó sus hogares y se arremolinó en las calles, expectante. Por un momento, las discusiones en la asamblea, en las tiendas y en las plazas cesaron, y todo el mundo contuvo el aliento.
Y entonces, como salida de ninguna parte, apareció en las puertas de la ciudad la mencionada Atenea. Era una mujer rubia, extraordinariamente alta y notoriamente hermosa. Vestía armadura y un singular casco empenachado, y sostenía entre sus manos su escudo y su enorme lanza. Avanzaba en un carro, soberbia, sosteniéndose sin aparente esfuerzo mientras el auriga apenas lograba refrenar el brío de los corceles. Y junto al carro, con una sonrisita altanera en los labios, marchaba, solemne, el tirano destronado. El tirano que regresaba a casa.
¡Pero si es él!, se escuchó exclamar a alguien entre la concurrencia. ¡Pues claro que es él!, le contestó, irritado, quien se encontraba a su lado. Pero ¿cómo se atreve a volver? Esta ciudad ya no es la de entonces ¡Le van a destrozar! Un runrún alarmado y desafiante recorrió la multitud congregada mientras el carro, la diosa, el auriga y el hombre que desfilaba junto a ellos penetraban por las puertas de la ciudad, sin encontrar oposición.
¡Qué desfachatez! ¡Nadie le quiere ya por aquí!
¡Los tiempos han cambiado! ¡Y ahora no tiene soldados que le apoyen, y sin ellos no es nadie! ¿Pero qué se habrá creído?
La pequeña comitiva alcanzó la Vía Sacra, y por ella continuó su recorrido, camino de la Acrópolis. Los cascos de los caballos, el traqueteo del carro y el repiqueteo de la armadura de la diosa apenas resultaban audibles entre unos murmullos que poco a poco se iban convirtiendo en un verdadero clamor. Unos centenares de metros más allá, alguien gritó un improperio desde una ventana. Como si de una señal se tratara, desde las casas aledañas arreció una lluvia de inmundicias sobre los integrantes del cortejo. Algo que parecían heces humanas cayó a los pies de los caballos. Pero estos ni se inmutaron, pues nada se interponía a su avance.
¿En serio pretende que nos traguemos lo de Atenea? ¡Pero si a esa tracia la conocemos todos! ¡Si vende flores en el ágora todos los viernes! Masculló entre dientes un anciano que asomaba por una bocacalle. ¡Imbécil, no es esa, esa es mucho más bajita! Le espetó con desprecio su acompañante. ¡Esta se vende a sí misma en el Cerámico, y muy barata! A lo que el esclavo que iba con ellos no pudo sino menear la cabeza, atónito. ¿Y esta es la famosa sabiduría de los griegos? ¿Plantifican una armadura y un casco sobre una mujerona y ya la quieren hacer pasar por diosa?
Nadie se lo va a creer, barruntaban algunos.
Nadie lo permitirá, sostenían otros.
Todas las facciones se unirán para expulsarle de nuevo, profetizó un entendido.
Los gestos de desdén se alternaban con sonrisitas de desprecio, las muecas abochornadas con no pocos ademanes iracundos. A aquellas alturas, el griterío se había hecho ya ensordecedor.
Pero nadie se interpuso al paso del carro, del auriga, de la diosa que no era diosa, ni de su complacido acompañante, aquel viejo conocido de los habitantes de la ciudad. Odiado por todos, puede. Pero allí estaba.
Y gobernó con mano de hierro aquella ciudad durante los treinta años siguientes, sin que nadie moviera un dedo para evitarlo. Hasta que murió, anciano, en su lecho.


pequeño de sus bebés, renunciando a su cercanía para esconderle en el rincón más recóndito de una húmeda cueva cretense, a fin de protegerle. La canción de un joven dios que, criado entre mortales y ninfas, alcanzó el vigor suficiente para derrotar al padre enloquecido y arrebatarle el trono olímpico. Liberando, de paso a todas las demás deidades del estómago inmortal.
tes de que se ejecutara la pena, Zeus había modelado una mujer con arcilla, la había llamado Pandora, y la había colocado junto a Prometeo, sabedor de que este se enamoraría perdidamente de ella. Así Prometeo recordaría durante su suplicio eterno que había sido ella, su amada, quien había desatado, ante sus propias narices y sin que él hubiera podido hacer nada, todos los males de la humanidad a la que él mismo había pretendido salvar. Así los demás hombres comprenderían que no se podía desafiar las leyes universales.
por mejor decir, eran un mismo mar, y por ende la Tierra era esférica, como ya habían preconizado algunos sabios del pasado. Pero todavía semejante teoría se apoyaba solamente en ciertas deducciones experimentales: “En efecto”, concluye Estrabón, “quienes intentaron dar la vuelta entera y luego dieron marcha atrás, no retrocedieron porque se toparan con ningún continente que les impidiera seguir navegando, sino por la escasez de recursos y por la soledad absoluta”. Sí, han leído ustedes bien, quienes intentaron dar la vuelta. Estrabón habla de expediciones emprendidas durante los siglos anteriores a nuestra Era para circunnavegar el Globo. Pásmense.
Hannón, había visitado el golfo de Guinea. Las proezas exploratorias de Himilcón, pues, habían sido meritorias, pero no excepcionales. Hasta aquel verano. Pues en cuanto la estación estival dio paso a la mejor temporada para las navegaciones, Himilcón se hizo a la mar con un solo barco desde Cartago y puso rumbo oeste. Atravesó el Estrecho de Gibraltar, y continuó rumbo oeste. Sobrepasó el Promontorio Sagrado, que con el tiempo se conocería como Cabo de San Vicente, y continuó rumbo oeste. Y se dejó envolver por el Océano infinito.
El Océano Atlántico se podía atravesar en cuatro meses. El cartaginés lo sabía, y lo había puesto por escrito. La trigonometría desarrollada en las aulas de Alejandría así lo demostraba. El marino comprendía, pues, cuánto le quedaba para culminar su viaje. Disponía de víveres para aguantar. Contaba con la lealtad de su tripulación. Esperaba gloria y grandes recompensas a su regreso. Su gesta le permitiría a Cartago alcanzar los ricos mercados orientales sin tener que recurrir a la infinidad de intermediarios que controlaban la Ruta de la Seda. Solo tenía que aguantar un poco más, unas semanas más, rumbo oeste. Y se adelantaría dos milenios a la Historia. Pero la soledad pesó más que el más agudo de los raciocinios. Y dio la orden de regresar.