Una cuestión de orgullo

Como cada día, como cada mañana, el primer rayo de sol que se coló por el ventanuco de la acolba del rey Minos le encontró a este despierto, ya ataviado y aseado con el boato sin extravagancias que conviene a todo buen monarca. Minos aprovechaba aquellos instantes de quietud con los que arrancaba cada jornada para repasar mentalmente la lista de asuntos pendientes que la víspera su secretario le llevaba siempre al lecho, y que él acostumbraba a memorizar durante la noche. Aquel límpido y puro sol cretense, capturado y centuplicado por los vivos colores de los frescos de palacio, calentaba el cuerpo y espoleaba el ánimo.
Minos estaba íntimamente orgulloso de aquel asombroso palacio. Los atenienses, pobres ignorantes, lo llamaban laberinto, pues eran incapaces de orientarse por los recovecos de sus pasillos, y sus limitadas entendederas no bastaban para atisbar siquiera la complejidad de la administración que aquel complejo albergaba. Los almacenes de Cnoso podían albergar alimentos suficientes para alimentar al pueblo durante todo el invierno. En sus salones y patios, la nutrida corte alternaba con los sacerdotes y escribas, y también con una miríada de esclavos, sin pasar estrecheces. En sus capillas habitaban todos los dioses de Creta. Dónde, si no.
El soberano había heredado aquel prodigioso palacio de su padre Asterión. Su padre adoptivo, claro, pues Minos se preciaba de ser el hijo que el mismísimo Zeus había engendrado en Europa, la bella Europa, a la que el señor del Olimpo había engañado metamorfoseándose en toro para atraerla a la celada, raptándola y conduciéndola hasta Creta, donde la había hecho suya. Triste destino, el de su madre Europa, que sin embargo Minos nunca había lamentado, sino que, antes bien al contrario, había narrado aquella historia una y mil veces para vanagloriarse de su linaje divino. Una historia bien funesta, como se había dado cuenta en los últimos tiempos, pues aquella historia del dios disfrazado de toro encerraba un lamentable presagio. Pero el rey prefería no pensar demasiado en ello.
La relación que Minos había mantenido con su padre Zeus siempre había sido excelente. Él era un monarca piadoso como ninguno. Sabía todo lo que le debía a su padre divino, conocía las obligaciones que él mismo tenía como gobernante, y era consciente de los premios y castigos que los dioses podían derramar sobre su pueblo. Por eso, siempre se había mostrado pródigo en los sacrificios ofrecidos a las divinidades, constante en sus plegarias e invocaciones, y tajante a la hora de respetar sus juramentos. Es más, desde que accedió al trono, Minos tomó la costumbre de retirarse de tanto en tanto al monte Ida para, en la soledad de aquel santuario en el que antaño se criara el propio Zeus, consultar con este, su padre, sus acciones de gobierno. El pueblo apreciaba especialmente la devoción de su rey y respetaba sin cuestionarse la legislación emanada de aquellas conversaciones con los dioses. Quizás por ello Minos pasaba también por ser el gobernante más justo entre los justos. Se decía que el mismísimo Licurgo, el célebre legislador de Esparta, se había inspirado en las leyes de Minos para dictar la constitución que ahora imperaba en aquella ciudad. Y seguramente fuera cierto. Minos, desde luego, no perdía ocasión de mencionarlo en cuanto sus conversaciones se lo permitían.
Del señor de Cnoso se decía además que poseía la mayor flota jamás reunida. Eran tan nutrida que sus barcos no cabían en los puertos cretenses ni la población de la isla bastaba para tripularlos, por lo que debía permanecer desplegada por el Egeo, en unos fondeaderos secretos que solo el monarca conocía. Pero su poder conjunto no conocía parangón. Tan es así que, cuando en cierta ocasión Androgeo, el primogénito de Minos, fue asesinado en Atenas (por envidia, al parecer, pues el muchacho había acudido a la ciudad para participar en una carrera en la que había demostrado la insuperable valía atlética de su familia), Minos desató contra los puertos del Ática toda la furia de su flota, causando tal grado de destrucción que nunca más los atenienses osaron viajar hasta Creta. Incluso los propios dioses de Atenas se posicionaron en aquella ocasión del lado del simpar Minos. Así lo afirmaron los heraldos ante un pueblo, el cretense, que estalló en júbilo en cuanto tuvo noticias del desenlace de aquella singular campaña.
Y es que, dicho sea de paso, los mismos dioses respetaban a Minos, el genial gobernante, hijo de Zeus y de Europa, señor de Cnoso, rey de Creta. Incluso Heracles se plegaba a sus deseos en cuanto el monarca tenía a bien hacerle algún encargo. Heracles, el mayor héroe de todos los tiempos, él también hijo de Zeus, inclinaba la cerviz cuando Minos requería de sus servicios y cumplía sus órdenes sin rechistar.
Acaso fue todo aquello lo que le llevó a Minos a pecar, por primera y única vez, de cierta imprudencia. Y lo hizo nada menos que en presencia de Poseidón, el dios del mar, al que tantas y tantas cosas debía Creta. Se cuenta, y muchos testigos pueden confirmarlo, que en el último festival Minos se comprometió a sacrificarle a Poseidón el primer animal que atravesara cierta playa; mas, cuando el animal apareció y resultó ser el toro más bello que jamás había ollado la isla, el rey prefirió olvidar sus palabras y, desdeñando el voto prometido al dios, mandó capturar aquel toro para introducirlo en los establos de palacio, a fin de convertirlo en el semental de la manada real.
Pero los dioses son crueles, y la venganza del odioso Poseidón no se hizo de esperar.
Poco tiempo después del incidente llegó a Creta el afamado ingeniero Dédalo, célebre en toda Grecia por sus industrias, y Pasifae, la esposa de Minos, le requirió para que fabricara para ella una vaca de madera, hueca, del tamaño preciso para que ella cupiera dentro.
Es público y notorio, todo el mundo lo sabe, por desgracia, para qué quería Pasifae aquel artilugio, y para qué lo empleaba cada noche, cuando la reina se encerraba junto con el toro de Poseidón en su alcoba, aledaña a la del rey. Sus gemidos, y los mugidos de la bestia, atormentaban a Minos, y a toda la corte, hasta el alba.
Por eso le resultaban odiosas a Minos aquellas primeras horas de la mañana, en las que, para mantener siquiera una pizca de decoro, para acallar las maledicencias que en realidad eran verdades, se obligaba a sí mismo a entrar en los aposentos de su esposa para compartir con ella el desayuno.
Por eso le resultaba a Pasifae tan lamentable el incomprensible orgullo de aquel viejo con el que sus padres la habían casado, que, creyéndose dueño del mundo, no era más que el señor de un triste caserón medio derruido, y ni siquiera eso. Un ridículo anciano que, remedando un orgullo que acaso ya ni sintiera, penetraba cada mañana en su cuarto mendigando el cariño de su esposa, sin conseguirlo.


Hablemos de los curetes, por ejemplo. Cuenta el mito que la diosa Rea, angustiada porque su esposo Cronos se había empecinado en devorar a todos sus vástagos para que ninguno de ellos terminara sometiéndole, escondió a su pequeño Zeus en la isla de Creta, donde las ninfas se encargaron de criarle con leche de cabra. Y narra también la leyenda que unos jóvenes del lugar, los curetes, acudieron raudos con sus armas y comenzaron a bailar cada noche a la entrada de la cueva con gran profusión de saltos, golpes y gritos, haciendo todo el ruido que podían para disimular los llantos del dios niño, evitando así que el monstruoso Cronos lo localizara. Zeus, como es bien sabido, creció, maduró y consiguió imponerse a su padre, pero aquella estrepitosa danza cretense se perpetuó en el tiempo, hasta el punto de que otros pueblos impíos, como los persas, no dudaron en apropiarse de la antiquísima costumbre de los curetes. Durante la fiesta anual consagrada al dios Mitra, el rey persa se calaba su armadura, bebía hasta casi perder el sentido y, acto seguido, se lanzaba a las calles de la ciudad para ejecutar un baile ritual, ruidoso y enajenado que era contemplado con el mayor de los respetos por sus fervientes súbditos.
En Roma, eran bien conocidas las danzas de los sacerdotes salios. Hablamos seguramente de la cofradía sacerdotal más antigua de la Urbe. O al menos, indudablemente, de una de las más misteriosas. Los clérigos, consagrados en cuerpo y alma al dios Marte, acudían dos veces al año al Foro ataviados con unas exóticas vestimentas y con sus sombreros picudos. Una vez allí, se pertrechaban de unos escudos antiquísimos que el sumo pontífice atesoraba para la ocasión y emprendían una procesión que había de conducirles por todas las calles de Roma, a lo largo de la cual no dejaban de propinar saltos incesantes y de proferir a gritos una canción tan antigua que ya ningún romano alcanzaba a comprender. Ovidio tachaba de obsoleto aquel rito, en tanto que de las palabras de Cicerón se desprende que consideraba todo aquel espectáculo poco más que una mamarrachada. Pero los bailes y cantos de aquellos estrafalarios sacerdotes hacían las delicias de la multitud, pues, además de ser sumamente entretenidos, garantizaban, o eso creían ellos, la victoria de las armas romanas en el campo de batalla.
Marcial, en cambio, se lamentaba de no poder pagarlas, aunque reconocía que sus posturas lascivas al son de las castañuelas eran capaces de devolver el vigor al más anciano de sus espectadores, y de consumir abrasado hasta al más inapetente miembro de su auditorio.
El festín transcurre tranquilo hasta que, en un momento dado, hacen su aparición varias jóvenes de gran belleza y cinturas cimbreantes que agasajan a los visitantes con una sensual danza oriental. Entiéndaseme bien, con una nueva versión de la sensual danza oriental que ameniza todo largometraje ambientado en Oriente (¡o, para el caso, en Egipto!), independientemente de la época o la geografía concreta en la que se enmarquen los hechos. Sigamos. Alejandro Magno cae rendido ante la penetrante mirada de una de las bailarinas, encarnada por Rosario Dawson, que resulta ser Roxana, la hija del rey (¿la hija de un rey contoneándose en un simposio ante la lasciva mirada de unos extranjeros? Sí, no interrumpan, lo dice Plutarco). Pese a la incomprensión y a las protestas de sus generales, Alejandro decide casarse con ella (“Hacer de una asiática mi reina, y no a una cautiva, es una señal de respeto hacia nuestros súbditos”, afirma el protagonista, taxativo), una romántica proposición a la que Roxana, por supuesto, acepta gustosa. Una vez celebrados los correspondientes esponsales, la enamorada joven se despide de su pueblo y se suma a la expedición, que prosigue su carrera de conquistas hacia la India.
del rey Oxiartes. La captura de sus familiares obligó al monarca bactriano a capitular sin siquiera presentar batalla. A cambio de su rendición, Alejandro le devolvió a Oxiartes a todas las prisioneras salvo a una, Roxana, al parecer todavía virgen, a quien retuvo a su lado, convirtiéndola en su esposa y manteniéndola junto al ejército durante el resto de la campaña, con lo que se garantizó la ferviente lealtad de su, por llamarlo de alguna manera, suegro. ¿A que la cosa cambia un tanto?
Parisátide y a Estatira, las otras esposas de Alejandro, rehenes, como ella misma, de la enrevesada diplomacia matrimonial con la que el monarca macedonio había tratado de consolidar su Imperio. Imaginémosla tratando de sobrevivir en medio de las trifulcas que no tardaron en estallar entre los generales de Alejandro, trifulcas que pronto se convertirían en unas guerras que devastaron el mundo durante más de un siglo. Imaginémosla conducida hasta Macedonia, donde Olimpia, su “suegra” (Angelina Jolie en el film, ¿recuerdan?), trató de hacerse con las riendas del Estado presentándose como la regente y protectora de su nieto, el vástago de Alejandro y Roxana. Imaginémosla, en fin, de nuevo a la deriva cuando Casandro, uno de los generales que contendían por los restos del ya fragmentado imperio, acabó con la vida de Olimpia y ordenó el encarcelamiento de Roxana y de su bebé. Ambos murieron seis años después, envenenados en su celda.