Escipión, espejo de príncipes

Despuntaba una mañana primaveral en Cartagena. Los pájaros de la laguna próxima habían vuelto a dejarse oír tras varios días de silencio expectante. Las olas murmuraban, sordas, a lo lejos, recordando la tormenta del día anterior pero sin atreverse casi a penetrar en la angosta bahía cartagenera que aquella mañana despertaba atestada de naves. Todavía hacía fresco, pero el sol comenzaba a templar un ambiente en el que se respiraba optimismo. En el que se respiraba humo, podredumbre, muerte, y ese optimismo tan especial que exudan los soldados victoriosos que han sobrevivido a la más cruenta de las batallas.
Un optimismo que, por supuesto, no compartían los habitantes de la ciudad tomada.
Corría el año 209 a. C. Las legiones romanas habían avanzado a marchas forzadas desde Tarragona, se habían internado en profundidad en territorio enemigo y, antes de que sus oponentes hubieran tenido tiempo de organizarse, se habían abalanzado sobre la capital púnica en Hispania, Cartagena. La ciudad, que desde su fundación treinta años atrás todo el Mediterráneo consideraba inexpugnable, había caído ante las fuerzas terrestres y navales de Escipión en apenas dos días, a costa de unas bajas cuantiosísimas en ambos ejércitos. Y, como suele suceder en estos casos, porque complace a los dioses (de los vencedores) y es consustancial a la naturaleza de los soldados, tan pronto como estos últimos tomaron la muralla y la defensa cartagenera se desmoronó, los legionarios se entregaron al más feroz de los saqueos, del que no escapó incólume vivienda, despensa ni lecho.
Tras toda una noche de pillaje desbocado, a primera hora de la mañana los oficiales romanos llamaron a sus soldados al orden y designaron comisiones para reunir e inventariar el botín obtenido. En la plaza del mercado se amontonó todo lo que de valioso habían contenido las murallas de la ciudad. Hasta la última moneda, hasta el último vestido, hasta la última espada, hasta el último habitante que no hubiera perecido en los combates. Y allí quedó todo, a la espera de que el general Escipión terminara de zanjar otros asuntos y compareciera para decidir qué había de hacerse a continuación.
Es esta la escena que marcaría para siempre la historia del joven Escipión, loado por historiadores y moralistas no solo por su eficacia militar, sino también por su clemencia y continencia. “La continencia de Escipión” se convirtió en proverbial. Así como su singular empatía con el enemigo derrotado.
Unos enemigos que, acarreados como si fueran ganado y amontonados en la plaza entre retenes de soldados, hubieron de permanecer a pie quieto durante toda la mañana, envueltos en el humo de sus casas y sus muertos, la pestilencia a sangre y orines, los gemidos de quienes todavía tenían algo de esperanza, y el atroz silencio de quienes ya no la tenían en absoluto.
Cuando por fin compareció Escipión, ordenó a grandes voces perdonar la vida de los civiles. A quienes no sabían desempeñar un oficio artesanal ni eran aptos para la guerra, unos diez mil, les mandó de vuelta a sus casas, encomendándoles apagar los incendios que todavía devoraban algunas de ellas, volver a levantar la ciudad y recordar que, en lo sucesivo, habrían de comportarse como fieles amigos de Roma. A los artesanos, unos dos millares, por necesidades de la guerra los convirtió en esclavos públicos, pero les explicó que, si cooperaban convenientemente en la guerra contra sus compatriotas, al cabo de la misma se les permitiría regresar a casa. E idéntico destino les prometió a quienes de entre los cartageneros tuvieran la fuerza necesaria para empuñar un remo en las galeras romanas: si colaboraban en la victoria, suya sería la libertad que todo ciudadano honrado y amigo de Roma merecía.
Acto seguido, el general se dirigió a los rehenes hispanos de ambos sexos que sus soldados habían descubierto en la ciudad. Eran unos tres centenares, y hasta entonces los púnicos les habían retenido en Cartagena para garantizarse la fidelidad de sus padres, hermanos y esposos. Ellos, les explicó Escipión, no eran sus enemigos sino, más bien al contrario, sus más rendidos amigos y aliados. Roma había llegado a Hispania para liberarla de sus tiranos cartagineses. Hizo que los niños de más corta edad de cuantos permanecían allí fueran puestos a sus pies y, uno a uno, les fue acariciando la cabeza mientras hablaba. Podían confiar en él, anunció, pues recuperarían la libertad de inmediato. Tan solo les pedía que, a fin de garantizar su seguridad en aquella tierra devastada por la guerra, escribieran a sus padres, esposos y hermanos, a todos aquellos parientes hispanos que pudieran tener aun luchando en los ejércitos cartagineses, y les pidieran que acudieran prestos a Cartagena para recogerles.
Fue entonces cuando unos soldados, todavía borrachos después de los desenfrenos de la noche anterior, irrumpieron en presencia del general llevando en volandas a una joven extraordinaria. Ni siquiera los golpes y desgarrones, ni los harapos destrozados con los que se cubría como podía, desmerecían el espectáculo de su belleza. Constituía, dijeron sus captores, las primicias de Cartagena, ofrecidas al general victorioso como era de justicia que se hiciera.
Fue entonces cuando Polibio, el historiador de cámara de los Escipiones, puso en boca del general victorioso las palabras que le convertirían en espejo de reyes y generales durante siglos.
Si yo hubiera sido soldado raso como vosotros, dijo, nada me hubiera complacido más que este regalo. Pero soy general, y no puedo aceptarlo. Que para vosotros quede el ocio y la relajación. A mí traedme al padre de la muchacha, pues, si demuestra ser amigo de Roma, tendrá una hija íntegra que casar con quien le plazca.
Escipión, espejo de príncipes.


“El Flautista”, en efecto. Sus célebres antepasados eran recordados con apodos acordes a sus hazañas, tales como “El Salvador”, “El Generoso” o “El Glorioso”. Ellos habían sido los fundadores de la dinastía, los descendientes directos de aquellos antiguos héroes cuyas conquistas habían alcanzado las fronteras mismas del Indostán y las aguas del mar Caspio, los mismos que habían humillado a emperadores, reyes y sátrapas y habían acogido en sus cortes a los grandes filósofos, cronistas e ingenieros de todo el orbe. Pero a Tolomeo XI, desde muy pronto sus súbditos egipcios comenzaron a llamarle simplemente así, “El Flautista”, y con ese mote se quedó. Al parecer, lo único que le llamaba la atención a la gente era su afición por aquel instrumento, una afición a la que daba rienda suelta durante sus ratos de asueto, que, a decir verdad, eran casi todos. El soberano, a fin de cuentas, se mantenía básicamente desocupado. Procuraba alimentar una actitud amigable y cercana con sus súbditos, pero en realidad era un joven desdeñoso y altivo, al que en el fondo tanto le daban los asuntos del reino, siempre y cuando los ingresos patrios bastaran para sufragar su placentero tren de vida.
los mosquitos infestaban los suburbios (cada vez más extendidos), y la malaria segaba indiscriminadamente vida tras vida. Pero, cada año, el Nilo volvía a crecer por obra y gracia del dios rey, y cuando sus aguas se retiraban la tierra regalaba una vez más a la población sus generosos tesoros, ofreciéndoles un atisbo de una opulencia de la que solo disfrutarían en una mínima, exigua, parte.
Lo que soliviantó a muchos, empero, fue la identidad del nuevo ministro, que no tardó en trascender. Se llamaba, al parecer, C. Rabirio. No todo el mundo sabía a qué aludía esa ce punto que antecedía a su nombre, pero lo que sí que era de todos conocido era que se trataba de uno de los principales benefactores del rey, al que, a lo largo de toda su vida, había prestado a título personal cantidades ingentes de dinero. Un dinero que, al parecer, ahora se estaba cobrando con creces gracias a la gestión de las arcas públicas.
Esta noche, decía, quiero recomendarles una obra de teatro. En concreto, una comedia. Representada por primera vez en el prestigioso festival de las Leneas en 425 a.C., parece ser que se alzó con el primer premio por inmediata unanimidad del jurado, y ello pese a que su autor, el irascible Aristófanes, todavía no era más que un autor novel. Me refiero a Los Acarnienses, también llamada Los Carboneros. He dicho, ahora que lo pienso, que obtuvo el primer premio por unanimidad del jurado. Mentira podrida. Dos de los atenienses elegidos por sorteo para configurar aquel jurado no pudieron parar de reír en varios días, y, ante su incapacidad para emitir una opinión coherente, sus compañeros hubieron de dar sus votos por nulos. Mas aun así Los Acarnienses se hicieron con la victoria.
pues los campesinos de todo el Ática habían huido de los campos para resguardarse tras sus fortificaciones: ahora dormían al raso en las calles y plazas, y vagabundeaban todo el día con las manos en los bolsillos y la mirada perdida, mendigando un bocado en los ratos malos, y algo con lo que entretenerse en los buenos. Tan solo de cuando en cuando una cabalgada de los espartanos a unos centenares de metros de las murallas recordaba a los atenienses que se encontraban en guerra, y que sus enemigos, muchos y bien armados, acechaban afuera. Cuando el viento soplaba de Levante, a la ciudad llegaba un leve tufo a quemado, y había quien decía que en los barrios más pobres se estaban produciendo ya las primeras muertes por una extraña epidemia fruto del hacinamiento. Pero, por lo demás, la vida en Atenas continuaba como siempre lo había hecho, perlada de festivales, asambleas, voceríos en el ágora y lecciones de filosofía en los pórticos.
Los bosques se agostan, los animales salvajes perecen y los rebaños son diezmados por los lobos y por los hombres, mucho peores que los peores de entre los lobos. Nuestro mundo desaparece para siempre, denuncian. De acuerdo, por ahora Atenas puede continuar viviendo en la opulencia, abasteciéndose por mar gracias a sus invencibles barcos, pero, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo podremos seguir derrochando lo poco que tenemos, viviendo de espaldas al problema, dejando que nuestros campos, nuestros bosques, nuestros rebaños, nuestro mundo, desaparezca? ¿Hasta cuándo seguiremos tan ciegos?