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Comunistas 'avant la lettre'

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Contaba Diodoro de Sicilia que los vacceos, las gentes que antaño habitaban el curso medio del Duero, en un área que coincidiría aproximadamente con las actuales provincias de Valladolid y Salamanca y con una parte de las colindantes, eran un pueblo harto peculiar, sin parangón entre sus vecinos ni entre las heterogéneas poblaciones distribuidas a lo largo y ancho del Imperio Romano. Su singularidad radicaba en lo siguiente: cada año, al parecer, se repartían los campos de los que disponían, de tal manera que cada cual recibiera tanta tierra como estaba en disposición de cultivar. comunistas2Al término de la siega, todos los labradores se reunían para poner en común los frutos de la cosecha, que acto seguido se distribuían entre la comunidad. Y si, por algún azar del destino, algún traidor era descubierto quedándose con parte de lo recogido, sus vecinos, de consuno, le condenaban a muerte y se apresuraban a ejecutar la sentencia de manera ejemplarizante.

Ignoramos de dónde recogió Diodoro semejante información, que no menciona ninguna otra de nuestras fuentes. Máxime cuando sabemos que Diodoro, un historiador griego nacido en Sicilia en el siglo I a.C. y obsesionado con la idea de alcanzar la fama a través de sus escritos, no visitó nunca las tierras hispanas, ni por lo demás demuestra tener unos conocimientos demasiado profundos sobre sus pobladores.

comunistas3Su anécdota, no obstante, resulta tan sorprendente en la pluma de un erudito de su época y condición que difícilmente puede pasar desapercibida. Ni lo hizo entonces (en unos años en los que, por cierto, la cultura vaccea era poco más que un recuerdo, pues Roma se encontraba ya profundamente implantada en suelo hispano), ni podía hacerlo en nuestros días.

Nada más y nada menos que Joaquín Costa, el gran adalid del regeneracionismo español, sostenía a comienzos del siglo XX que los vacceos habían sido los primeros en inventar y llevar a la práctica el colectivismo agrario predicado por los socialistas, algunos de los cuales, por cierto, tramaban por entonces impulsar un no sé qué en la Rusia zarista. Su opinión, no obstante, no tardó en verse matizada, y en la década de los cuarenta y en la de los cincuenta los historiadores del Régimen comenzaron a reparar en lo improvisado de aquel sistema, en el primitivismo de unos vacceos que, con sus prácticas agrarias, propias de inmigrantes, precipitaron las guerras que se desataron a su alrededor. Perspectivas diversas, desde luego, se barajaron al otro lado del Telón de Acero y terminaron impregnando la historiografía patria a partir de los setenta, cuando nuestras mejores cabezas pensantes repararon en que, pese a la aparente sorpresa del desinformado Diodoro, el igualitarismo vacceo era en realidad una práctica extendida en el mundo antiguo, y de la que habían participado, se llegó a decir, desde los micénicos a los getas y escitas.

Pero volvamos a Sicilia, la patria de Diodoro. La Sicilia del siglo I a.C. era, utilizando una expresión que de tanto usarla se ha tornado ya desgastada y casposa, el granero de Roma. Los romanos dependían de las remesas de trigo siciliano para sobrevivir. Es por ello por lo que las revueltas de esclavos resultaban tan temibles, pues, cuando los siervos se rebelaban contra sus amos y abandonaban los campos en los que trabajaban, condenaban a morir por inanición a miles de personas en las calles de Roma. ¿Se acuerdan ustedes de Espartaco? Pues fue contemporáneo de Diodoro. ¿Se acuerdan ustedes de que, una vez sofocada la rebelión, los romanos ordenaron crucificar a Espartaco y a su ejército de esclavos,comunistas4 y que festonearon con sus cruces las márgenes de la vía Apia, entre Roma y Capua? Esclavos, al fin y al cabo, no les faltaron para tan macabro espectáculo, pues por entonces el campo itálico y siciliano era labrado fundamentalmente por mano de obra esclava, propiedad de los grandes magnates latifundistas que controlaban las finanzas y la política estatal romana.

¿Ven ustedes por dónde voy? ¿Se imaginan ustedes por qué razón Diodoro, nacido en este mundo que tan groseramente les he bosquejado y partícipe de esa elite que controlaba los campos sicilianos, arrugaría la nariz mientras redactaba aquel párrafo sobre los estrafalarios bárbaros del curso medio del Duero, a los que por otra parte no pensaba prestar mayor atención? ¿Se lo imaginan?

Si hubiera existido la palabra, no me cabe duda de que Diodoro la hubiera escupido con desdén antes de continuar con su crónica: ¡comunistas!

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El banquete

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El salón de la casa era templado pese al frío atardecer otoñal. Un buen fuego en el hogar, la proximidad de los comensales y, por qué no decirlo, el alcohol que trasegaban sin mesura, lo caldeaban. Los esclavos, silenciosos, aparecían de tanto en tanto en la sala, se movían hábiles entre la concurrencia, procuraban que a nadie le faltara de nada, y volvían a evaporarse sin que nadie reparara realmente en su presencia. Eran una sombra más de cuantas proyectaban las fulgurantes lámparas.

banquete2Aquella mansión pertenecía a Calias, uno de los más célebres potentados de Atenas. No en vano era hijastro de Pericles y cuñado de Alcibíades. Y, lo que quizás era aún más importante, no en vano había heredado de sus padres una inconmensurable fortuna, que no tenía impedimento en derrochar a manos llenas. Solía permitirse extravagancias, adquirir las mercancías más caras del mercado y convidar a sus amigos, y a muchos de quienes no lo eran, a fastuosos banquetes vespertinos. Como aquel, precisamente.

A la derecha de Calias, se reclinaba un hombre barbado, algo más maduro que el anfitrión, que por entonces apenas rondaba la treintena. Era el famoso Sócrates, respetado en toda la ciudad por su proverbial prudencia, a la altura de su valor en los combates. Era, de todos, el menos embriagado, lo que le permitía dirigir la conversación con cierto tino, intercalando de tanto en tanto unas pocas palabras para reconducir las embotadas reflexiones de sus compañeros. También se hallaba presente Cármines, antaño un poderoso señor local, hoy venido a menos; y Antístenes, el más engreído de entre los discípulos del filósofo; y Nicerato, un joven adinerado apasionado por la poesía homérica; y Hermógenes, pertinaz asistente de todo tipo de reuniones, a las que asistía siempre con la mayor circunspección, hasta que la perdía; y Critobulo, un joven y apuesto general ateniense; y Autólico, un recatado mozalbete extraordinariamente bello que todavía no tenía edad para estar presente en una tertulia como aquella, pero estaba; y Licón, su padre, que desde el principio tenía la impresión de que había sido invitado tan solo para que acudiera junto a su bello hijo.

banquete3En aquella velada se habló, se disertó, se discutió y se filosofó sobre los temas más elevados. Se conversó, sobre todo, acerca del amor, y de cómo el hombre sabio debe buscarlo con prudencia, atendiendo ante todo a lo que tiene de espiritual, y no tanto a lo carnal. Se reflexionó sobre hasta qué punto un ser humano puede estar completo sin entregarse al amor, y sobre lo que el amor tiene de destructivo. Y se meditó sobre la pertinencia de las reuniones como aquella, en las que todo el mundo debe hablar para completarse como persona y para enriquecer la personalidad de los demás, pero a las que quizás, solo quizás, no hubiera convenido que asistiera el pequeño Autólico, cuya presencia, sin embargo, a todos atraía.

Mas, como convenía en un buen simposio, los argumentos estuvieron regados con una generosa cantidad de vino. De la jarra a la crátera, de la crátera a la copa, de la copa al gaznate, y las sonrisas cada vez lucían más anchas, los ojos más somnolientos, las palabras más pesadas. En un momento dado, el bufón Filipos hizo acto de presencia, más sus bromas no interesaron demasiado al personal, y no tardó en escurrirse entre los sirvientes. En otro, la concurrencia convenció al bello Autólico para que cantara, pero sus canciones no satisficieron a casi nadie, pues eran demasiado decorosas, las había aprendido en la escuela. Pese a las protestas de Sócrates, hacia el final de la velada alguien propuso entablar un certamen de belleza entre el filósofo y Critobulo, que evidentemente venció el militar. Pero el ambiente llegó a su punto álgido cuando una esclava desnuda irrumpió entre los triclinios y, sin el más mínimo pudor y carente de cualquier decencia, agarró del brazo a uno de los siervos que repartía el vino y junto a él escenificó con gran sensualidad los amores de Dioniso y Ariadna.

Una vez concluido el espectáculo, y ante la triste constatación de que no quedaba ya ni una sola gota de vino en casa de Calias, la concurrencia se disolvió, y el debate sobre la integridad del amor en sus múltiples variedades hubo de aplazarse para la próxima ocasión. Calias se había quedado dormido en su propio triclinio, y ninguno de sus esclavos osó despertarle. Autólico y su padre se habían escabullido de la sala no bien los ojos de todos se posaron en la esclava desnuda. Y el resto decidió salir a dar un paseo por las calles de Atenas, sabedores de que a su jovial embriaguez le haría bien el aire de aquella fría noche otoñal.

banquete4Una noche, por cierto, en la que Atenas llevaba ya nueve años en guerra. Durante aquel período, los ejércitos peloponesios habían invadido las inmediaciones de la ciudad cada primavera, quemando cultivos y destruyendo rediles. La población de todo el Ática había tenido que refugiarse tras las murallas atenienses, provocando un hacinamiento que no tardó en derivar en hambre, suciedad y peste. La epidemia acabó con un tercio de la población de la ciudad. Las flotas atenienses surcaron el Egeo y el Adriático, pero no pudieron evitar que muchos de sus aliados defeccionaran. El Imperio ateniense comenzó a tambalearse, y con él la democracia y el modo de vida de decenas de miles y miles de personas.

Pero en el simposio que nos describe Jenofonte, nadie parece darse cuenta de ello. Los notables atenienses filosofan, beben, ríen, dormitan. Y el mundo mientras se destruye.

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Incomprensión

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Hoy no escribo, no me apetece escribir. A veces, uno tiene la sensación de que no merece la pena esforzarse en desarrollar argumentos, en aportar matices, en explorar la siempre poliédrica realidad, con sus múltiples facetas y perspectivas, en tratar al interlocutor con la empatía que merece cualquier interlocutor. Para qué. Para qué si, a la postre, los discursos que triunfan son los sencillos, los fáciles, circunscritos a un eslogan o a veces ni a eso, totalmente ajenos a la realidad que pretenden, o al menos eso dicen, explicar. Acaso sea nuestra querida sociedad de consumo la que nos lleva a arrojarnos en brazos de semejantes discursos, discursos de usar y tirar. Así que hoy, permítanme ustedes la licencia, no escribiré. Y cederé estas líneas a alguien mucho más docto que yo y que, por la sencilla circunstancia de estar muerto, poco le importará ya si alguien le lee o no, si alguien le entiende o no. Les dejo con Plutarco.

incomprension2Una vez muerto Julio César (el mismo que años atrás se había nombrado a sí mismo dictador vitalicio sobre las cenizas de la República romana), Bruto, uno de sus asesinos, trató de explicar las razones de su crimen al Senado, pero nadie quiso escucharle y, entre grandes voces, los senadores abandonaron precipitadamente la cámara. Inasequibles al desaliento, Bruto y los suyos salieron de allí y procesionaron hacia la colina más sagrada de Roma, el Capitolio, radiantes de alegría y llamando al Pueblo a la libertad recobrada tras la muerte de su opresor. Al día siguiente, congregaron a una gran multitud en el Foro, y allí les habló Bruto de la restauración de la Democracia, de la recuperación de las elecciones libres, de la soberanía popular, de unas instituciones que volverían a levantarse orgullosas, libres por fin de la rancia mácula del poder que las había oprimido y corrompido durante tantos años. Bruto les habló de paz, de concordia, de la superación de las viejas enemistades que habían fracturado la República, conduciendo a la guerra civil y a todo lo que vino después.

Y el pueblo le escuchó. Le escuchó sin censurarle por haber asesinado a César, pero sin tampoco dar ninguna muestra de aprobar lo sucedido. En vez de ello, cuando el torrente oratorio de Bruto cesó por fin, la Asamblea quedó sumida en un completo silencio. Un silencio que traslucía respeto hacia Bruto, pero también compasión por César, por sus herederos y por su autoritaria pero reconfortante visión del Estado. Así pues, y pese a los denodados esfuerzos de Bruto, el Pueblo soberano llegó a un compromiso que se pretendió equidistante: a Bruto y a sus cómplices se les concedieron los honores apropiados y se les atribuyó el mando de las provincias periféricas, pero a cambio se decidió que César sería deificado, y todas y cada una de las decisiones que había tomado como dictador fueron ratificadas para que permanecieran vigentes para siempre.

incomprension3Es más, cuando algún tiempo después se abrió el testamento de César y se supo que, de la inmensa fortuna que este había amasado durante sus años como dictador, había destinado una parte considerable a su reparto entre todos y cada uno de los ciudadanos romanos, el pueblo, transido de gratitud, abandonó su respetuoso decoro y estalló en un rugido ensordecedor. Los unos acudieron al lugar en el que se celebraban los funerales de César para honrarle más allá de toda medida, mientras que los otros se lanzaron a una alocada persecución de sus asesinos por toda la ciudad, con la intención de despedazarlos. Aunque tanto Bruto como sus principales aliados lograron escapar y se refugiaron en sus provincias, se produjeron no pocos linchamientos y la violencia volvió a enseñorearse de las calles de Roma. Entretanto, Octaviano, al que César en su testamento había nombrado su hijo adoptivo, se ponía en camino hacia la Ciudad Eterna, dispuesto a acabar para siempre con las viejas instituciones republicanas y a convertirse, como de hecho lo haría tras un sinfín de guerras, corruptelas y demostraciones de fuerza, en el primer Emperador de Roma.

Nada más que añadir a las palabras de Plutarco.

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