Capital
Hay dos lugares situados en diferentes continentes que comparten una similar realidad socio-económica y un cabo que les identifica. Los Cabos en México y Ciudad del Cabo en Sudáfrica. Dos cabos que no sólo son una atracción turística por la inmensa belleza de su naturaleza, sino por la ubicación de dos de los más mortíferos infiernos sobre la tierra para aquellos que nacen y residen en uno de sus barrios residencia de la clase trabajadora. Los Cabos, en México, ocupa la primera posición en la lista de las ciudades más mortíferas del mundo. 365 asesinatos, en los 365 días del año 2018. Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, con 2493 asesinatos, aparece en el puesto 15 y primero dentro del continente africano. Muertes y fiestas discurren en mundos paralelos en estos dos emplazamientos privilegiados en la costa de México y de Sudáfrica.
Atracciones turísticas que generan millones de euros en el negocio del entretenimiento vacacional de clase media alta, y muy alta. El dinero de la droga, tráfico de personas, prostitución y seguridad privada, fluye a raudales. El Silo, en Ciudad del Cabo, es el hotel más caro de Sudáfrica, donde la habitación más barata se paga a 800 euros y la más cara a 9.300 euros. Las Ventanas al Paraíso ha sido catalogado como el mejor hotel de México, a un precio por habitación desde 1.240 euros a 4.800. Fuera de órbita de estos dos monumentos al lujo en entornos paradisiacos, a muy pocos kilómetros de distancia, vive la clase trabajadora que hace funcionar el entretenimiento y alojamiento turístico. A los que sólo se quieren ver limpiando los pasillos de hotel, sirviendo copas a 12 euros, o conduciendo taxis hacia los clubs nocturnos de moda. Una dicotomía en paralelo. La vida en los barrios residenciales de la clase trabajadora y la vida en los resorts y barrios acomodados, donde viven las clases pudientes de estas bellas ciudades con altos índices de desigualdad económica. Pero existe un cruce de caminos entre lo que desemboca en muerte y lo que evoca diversión.
Muchos de los miles de turistas que aterrizan en sus aeropuertos, para disfrutar de unas vacaciones paradisíacas en bahías con blancas playas y noches vibrantes, son ávidos consumidores de ciertos servicios que el mundo del hampa dispone para ellos. La demanda de servicios de prostitución y de drogas se dispara durante las temporadas altas de turismo. Los servicios proveídos para entretener la vida nocturna de estas ciudades han convertido los barrios de la clase trabajadora en infiernos, donde las bandas criminales se disputan territorios, y se desquitan con la ejecución indiscriminada de indeseados, convirtiendo, demasiadas veces, a sus víctimas en inocentes vecinos.
No a todos los 328.245 habitantes de Los Cabos les sacude por igual la violencia del crimen organizado en bandas que se disputan el tráfico de drogas, la prostitución y seguridad privada en las zonas de entretenimiento de concentración turística. Son los barrios de la clase empobrecida con míseros salarios y desempleo, en Nueva Esperanza o en el colonial de El Zacatal, los que pagan con sangre la evocación de la diversión. Los aproximadamente 25.000 vecinos, que residen en asentamientos no planificados, se reparten el espacio entre basura y desechos. Sus edificios y chabolismo destartalado en calles polvorientas no están incluidas en las rutas itinerantes para turistas. Sus vidas cotidianas quedan lejos de la mirada de aquellos que aterrizan en la península para deleitarse con la belleza de playas y selva que puebla los 3.751 kilómetros cuadrados de la península de Los Cabos. A la sombra quedan las zonas más pobres de San José del Cabo y Cabo San Lucas, principales localidades del municipio de Los Cabos, donde residen alrededor de 100.000 personas y donde el crimen ha aumentado un 365%. Los muertos caen al paso, mientras hombres, mujeres y niños recorren sus calles de camino al trabajo, al colegio y al hogar.
Pero es a miles de kilómetros de México, en Ciudad del Cabo, donde descubrimos el infierno de Dante. Su dimensión es reducida espacialmente, no más de nueve kilómetros cuadrados, pero su capacidad mortífera y de asestar dolor es bíblica. Los 159.100 residentes en Nyanga, Phillippi East, y Delft, pequeña parte incluida en los Cape Flats, zonas de residencia para la población negra, mestiza durante el Apartheid, son testigos diarios y participantes de la vida en el infierno. 708 personas fallecen anualmente asesinados en sus calles. La policía nacional sudafricana cifra que el 93% de la población en Phillippi East, ha sido víctima de la violencia infligida por alguna de las bandas criminales que operan en el Cabo sudafricano. Pasear por las calles de Nyanga, es un acto de valentía. Los fines de semana y los lunes son puntos negros en el calendario semanal para los residentes en la capital de la muerte en Sudáfrica. La mayoría de los 308 asesinatos registrados en Nyanga ocurrieron durante el descanso semanal y los lunes. En Nyanga, 58.000 vecinos se amontonan en tres kilómetros cuadrados. La probabilidad de caer herido o muerto por una bala es tan alta que las esperanzas de llegar a la vejez se desvanecen cada día que uno sale del portal de su chabola en Nyanga. El azar de una bala perdida fulmina vidas en Nyanga, Phillippi East y Delft.
México y Sudáfrica comparten una lucha contra la violencia endémica y siempre en carrera ascendente. En el año 2018, 31.285 asesinatos se contabilizaron en México con una población de 129 millones. A la zaga, Sudáfrica registró 20.336 asesinatos. En el país africano, con una población de 56 millones habitantes, las probabilidades de ser víctima de la violencia es más alta que en el país latinoamericano. Dos años atrás, una investigación nacional sobre el contrabando de armas, en manos de la policía nacional sudafricana, destapó la envergadura del tráfico ilegal de pistolas. Durante la investigación, conocida por Proyecto Impi, Chris Prinsloo, un antiguo coronel de policía, se declaró culpable de vender 2400 pistolas en el mercado negro a miembros de las bandas criminales que operan en el Cabo. Armas previamente requisadas por la policía y que debían haber sido destruidas o salvaguardadas. Se pudieron relacionar 1.666 asesinatos, 1.403 intentos de asesinatos, y 261 niños heridos por bala entre los años 2010-2016 con alguna de esas pistolas en el cabo sudafricano.
El infierno no existe sin paraíso en las joyas turísticas de México y Sudáfrica. Es rentable el negocio de la vida nocturna en estas ciudades, donde las drogas, la prostitución y la seguridad privada fluctúan e interconectan el mundo del hampa y el turismo. Más de dos millones de personas desembarcaron y aterrizaron en la península de Los Cabos en 2018. El 75% fueron viajeros extranjeros en busca del paraíso terrenal en México. El negocio alrededor del entretenimiento y alojamiento de los visitantes al paraíso mejicano alienta la llegada de inmigrantes en busca de trabajo. La clase trabajadora acaba instalándose en algunas de las zonas más empobrecidas de la ciudad, convirtiéndose en testigos o miembros del infierno de Los Cabos. El otro paraíso, en el Cabo sudafricano, dio la bienvenida a dos millones y medio de turistas ávidos de entretenimiento vacacional en ese mismo año. El aterrizaje en el aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo permite a los viajeros mirar desde el cielo el infierno de Dante en la tierra. Sobrevolando las chabolas de Nyanga, Delft y Phillippi East, el infierno descrito en la Divina Comedia, queda reducido a cables, uralita, cartones y plástico. El bus turístico traslada al grupo de turistas a uno de los cientos de hoteles acondicionados para vivir una experiencia paradisiaca en la bahía del Cabo. Tras su jornada laboral, el conductor del bus turístico vuelve a su hogar en alguna de las calles del infierno de Dante en la tierra. Y volver a jugar a la ruleta rusa. Mientras, las hermosas novias de la muerte sueñan con la llamada a sus puertas de miles de turistas.